José
Martí, EL PLATO DE LENTEJAS
El Gobierno de España
en Cuba, veinticinco años después de que la revolución cubana abolió la
esclavitud y suprimió en su primer constitución y en la práctica de sus leyes
toda distinción entre negros y blancos, acaba de declarar, a petición del
"Directorio de la clase de color", que los cubanos negros pueden
tener asiento en los lugares públicos, y sitio en los paseos y en las escuelas,
sin diferencia del cubano blanco. ¿Quién abrió las puertas de la sociedad
cubana, para que el gobierno español pudiese imitar tardíamente lo que la
revolución hizo, con sublime espontaneidad y franqueza, hace veinticinco años?
¿En qué condiciones se proclama el reconocimiento de estos derechos naturales
del cubano negro?
Sobre espectáculos del
mayor horror brillaba impasible el sol de Cuba antes de la Revolución de 1868.
En vano se había desenvuelto, a sangre de hombre, la civilización universal; en
vano, a las puertas mismas de la Isla, había surgido de la lucha de los dos
componentes rivales de la nación norteamericana, del burgués pospuesto y el
caballero hacendado, la emancipación de la raza negra; en vano habían pedido
los cubanos ilustres la cesación de la esclavitud, que no pidieron jamás los
españoles. España, sorda, era la única nación del mundo cristiano que mantenía
a los hombres en esclavitud. El hecho tremendo estaba allí, y no había quien
hiciese desaparecer el hecho. El hombre negro era esclavo allí. El látigo, lo
mismo que el sol, se levantaba allí todos los días los nombres como bestias
oran allí arreados, castigados, puestos a engendrar, despedazados por los
perros en los caminos. El hombre negro vivía, así en Cuba, antes de la
revolución. Y se alzaron en guerra los cubanos, rompieron desde su primer día
de libertad los grillos de sus siervos, convirtieron a costa de su vida la
indignidad española en un pueblo de hombres libres. La revolución fue la que
devolvió a la humanidad la raza negra, fue la que hizo desaparecer el hecho
tremendo. Después, en los detalles, en las consecuencias, en las costumbres
puede haber quedado algo por hacer, con problema tan profundo y difícil, en el
espacio insuficiente de una generación. Después, en los tiempos menores, luego
de dado el gran tajo, pudieron los hombres fáciles y de segunda mano aprovechar
la obra de los padres, de los primeros, de los fundadores. Después, por la vía
abierta, por la vía teñida con la sangre de los cubanos de la redención,
pudieron, criollos o españoles, forzar a España a las consecuencias inevitables
de la abolición de la esclavitud, decretada y practicada por la revolución
cubana. Pero ella fue la madre, ella fue la santa, ella fue la que arrebató el
látigo al amo, ella fue la que echó a vivir al negro de Cuba, ella fue la que
levantó al negro de su ignominia y lo abrazó, ella, la revolución cubana. La
abolición de la esclavitud-medida que ha ahorrado a Cuba la sangre y el odio de
que aún no ha salido, por no abolirla en su raíz, la república del Norte, —es
el hecho más puro y trascendental de la revolución cubana. La revolución, hecha
por los dueños de los esclavos, declaró libres a los esclavos. Todo esclavo de
entonces, libre hoy, y sus hijos todos, son hijos de la revolución cubana.
Pero institución como
la de la esclavitud, es tan difícil desarraigarla de las costumbres como de la
ley. Lo que se borra de la constitución escrita, queda por algún tiempo en las
relaciones sociales. Apenas hay espacio en una generación para que el dueño de
esclavos, que no creía obrar mal comprándolos y vendiéndolos, y de buena fe se
les creía superior, siente a su propia mesa y a su derecha al esclavo que en
ese plazo breve no ha podido tal vez adquirir la cultura usada en la mesa a que
se ha de sentar. Los corazones apostólicos, que van por el mundo como médicos
de almas, curando las llagas sociales, son mucho menos, entre los negros como
entre los blancos, que los que viven conforme a los usos del mundo y a sus
intereses y preocupaciones. En la guerra, ante la muerte, descalzos todos y
desnudos todos, se igualaron los negros y los blancos: se abrazaron, y no se
han vuelto a separar. En las ciudades; y entre aquellos que no vivieron en el
horno de la guerra, o pasaron por ella con más arrogancia que magnimidad, la
división en el trato de las dos razas continuaba subsistiendo, por el hecho
brutal e inmediato de la posesión innegable del negro por el blanco, que de sí
propio parecía argüir en aquél cierta inferioridad, por la preocupación común a
todas las sociedades donde hubo esclavitud, fuese cualquiera el color de los
siervos, y por la diferencia fatal y patente en la cultura, cuya igualdad, de
influjo decisivo, es la única condición que iguala a los hombres; y no hay
igualdad social posible sin igualdad de cultura.
Pero en la relación
social entre las dos razas en la Isla, había de la parte blanca dos elementos
diversos, los mismos que pugnan, aun contra su voluntad, por el predominio del
país. El cubano blanco, con raíces en la tierra, casi siempre amo antiguo, y
temeroso muchas veces, aunque por pura ignorancia y sin razón, del adelanto de
la raza negra, ponía más reparos, y en lo humano había de ponerlos, al trato
íntimo con su esclavo de ayer. El blanco español, que no ha vivido largamente
en aquella sociedad, que va a ella de gozador y de logrero, y aun cuando vaya
de hombre honrado, va para poco tiempo, y con la idea en Galicia o en Asturias,
miró al negro con menos enojo, como que a la larga no había de vivir en su
compañía, y entendió, como su gobierno, que en el desvío, por cierto tiempo
inevitable, del criollo blanco, de alma de señor, con el que se crió de siervo
suyo, había la posibilidad de adular al cubano negro, recién venido a la
sociedad que lo rechazaba, de lisonjear a los negros vanidosos, impacientes o
ingratos, de levantarlos contra la imprevisión, dureza y necedad del blanco
criollo, de irlos comprando a halagos fáciles, para que cuando el pueblo cubano
volviera a alzarse en la demanda de la libertad, de la libertad para la dicha
igual de los blancos y los negros, los cubanos negros, al lado de España que
los esclavizó, dispararan contra los pechos de los cubanos que les dieron la
libertad... ¡imposible! ¡imposible! Pero el gobierno español imaginó al cubano
negro capaz de tanta villanía: no sabe que el alma del hombre, impalpable e
incolora, padece con la misma ira de lo que la oprime e infama, sea como quiera
la piel de su dueño: no sabe que el cubano negro, que trae de su historia
cercana la fuerza, la sencillez y la sinceridad, y que entiende y aspira como
los demás hombres, es, por su hábito de trabajo, por la inferioridad de que
tiene que salir y por el dolor contenido de su larga esclavitud, el mejor
sostén de la libertad cubana. Alquiló hombres el gobierno español, que hay
hombres para todo en este mundo; visitó casas, repartió grados y dio de
almorzar, sobornó con burlones cumplidos a uno u otro negro soberbio, como hay
blancos soberbios, que se creen ya de raza mayor y privilegiada cuando les roza
la manga el galón de un señor general; y, sobre todo, no perdió el gobierno
ocasión de ahondar las iras o tristezas que aun en los libertos de mayor
prudencia había de despertar el inhumano desdén y suspicacia fingida de los
criollos blancos, que suelen ser más altivos y aparatosos con el negro mientras
más cerca lo tienen en su propia sangre. Porque el español, que conoce su
justicia, no cree que el cubano llegue a deshonra tanta que no se le vuelva a
alzar: y en la certeza de la revolución, se prepara contra ella.
Hoy, en el enlace de
los sucesos, como que el pueblo cubano va desenvolviéndose a la par en lo
social y en lo político, acontece que las aspiraciones justas del cubano negro
a ser tratado como el hombre que es, conforme a su derecho natural y a su
cultura, se exhiben de manera perentoria ante el gobierno español, en la
demanda juiciosa y viril de las asociaciones congregadas en el Directorio de la
raza de color, tras años de punible olvido o franca oposición o débil ayuda del
criollo blanco de la Isla, en los instantes en que los elementos activos de la
revolución preparan el esfuerzo que ha de sacar a Cuba del desgobierno de sus
amos de hoy, capaces sólo para corromperla y aprovecharla, —y poner a los
cubanos, blancos y negros, en su condición natural de pueblo rico en el
continente libre. La revolución espolea de afuera. La revolución se ordena
afuera, amenaza y crece. La revolución le quema al gobierno los pies. Es
necesario, para el gobierno de España, quitar aliados a la revolución. Puesto
que el criollo blanco tiene ofendido al criollo negro; puesto que el criollo
negro puede olvidar, por el recelo que en ciertas partes de la Isla ha seguido
a la guerra, la gratitud de hijo que debe a la revolución que lo emancipó;
puesto que su aspiración a la equidad social es tan vehemente que el
agradecimiento a quien se la reconozca, puede ser mayor que el agradecimiento a
los que le devolvieran el derecho de vivir, y lo pusieron en condiciones de
aspirar a ella, ¡aprovéchese España —se dice el gobierno— de esta hendija que
le abre la imprevisión de la costumbres criollas, la necesaria lentitud del
acomodo social súbito entre amos y siervos, y otorgue la equidad social, para
que tenga este aliado menos la revolución...! ¡Ah, la revolución santa, la
madre, la primera, la fundadora! Ella, por su grandeza casi sobrehumana,
arrancó al negro de mano de España, y lo declaró hermano suyo en la libertad.
Ella, por el miedo que inspira, compele hoy a España a otorgar al cubano negro,
en las costumbres, la equidad que ya ella en la guerra le otorgó, y es
consecuencia natural de su derecho humano, y social, del hecho de su emancipación.
Pero el ardid de España
es vano. Todo hombre negro ha de saludar con gozo, y todo blanco que sea de
veras hombre, el reconocimiento de los derechos humanos en una sociedad que no
puede vivir en paz sino sobre la base de la sanción y práctica de esos
derechos. Aún pueden los cubanos sensatos, de uno u otro color, regocijarse de
la admisión igual de toda especie de cubano a los lugares públicos, como
merecida penitencia de los criollos incautos o ignorantes que persistiesen en
tener apartados de los goces de la libertad a los que se han mostrado iguales
en la capacidad de constituirla. Pero fuera de esto, todo cubano negro habrá
recibido como la ofensa que es, el móvil patente del gobierno de España para
intentar, en vísperas de una revolución por la libertad, el soborno de los
cubanos negros, y su servicio a la tiranía, su servicio contra la revolución,
en pago de los derechos a que sin la revolución no hubiera podido aspirar
jamás, en pago al trato social que jamás sería tan franco y hermoso hoy bajo la
bandera de España, como fue veinticinco años hace, en los campos de Guáimaro.
Allá, veinticinco años hace, es donde coincidió la equidad social. Allá,
veinticinco años hace, es donde se visitaron como hermanos, blancos y negros.
Allá, veinticinco años hace, es donde estudiaban en un mismo banco Agramonte y
Elpidio, Estrada Palma y Agustín. Allá, veinticinco años hace, fue donde los
negros sirvieron, por el mérito, a las órdenes del blanco, y los blancos por el
mérito, sirvieron a las órdenes del negro. Allá, veinticinco años hace,
concedió la revolución cubana al negro el paseo igual, el saludo igual, la
escuela igual. ¡España ha llegado muy tarde! Lo de España es veinticinco años
después. La revolución hizo todo eso antes. ¡Jamás se apartarán los brazos
blancos y negros, que se unieron allí! ¿Y cree el español astuto que por esta
imitación tardía de la justicia de la revolución, por este plato de lentejas
—de derechos que están hace veinticinco años por la revolución reconocidos— les
ha comprado a los cubanos negros la primogenitura de su honor? Se engaña
España. ¡El cubano negro no aspira a la libertad verdadera, a la felicidad y
cultura de los hombres, al trabajo dichoso en ¡ajusticia política, a la
independencia del hombre en la independencia de la patria, al acrecentamiento
de la libertad humana en la independencia, no aspira —decimos— a todo esto el
cubano negro como negro, sino como cubano! Para él se levanta el sol, como para
los demás hombres; en su mejilla siente él, como todo ser bueno, el bofetón que
recibe la mejilla humana; en su corazón lleva él, como todo hijo piadoso, la
memoria de los dolores y sacrificios que fundaron nuestra libertad; con sus
ojos de hombre ve él la degradación lastimosa y la miseria del pueblo en que ha
nacido, y en qué debe vivir; en su familia insegura y en su vida entera siente
él el oprobio y exterminio de la vida cubana. ¡Y cuando se levante en Cuba de
nuevo la bandera de la revolución, el cubano negro estará abrazado a la
bandera, como a una madre!
Patria
Nueva York, 2 de enero
de 1894.
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