Pedro Henríquez Ureña, "UTOPÍA DE AMERICA"
No
vengo a hablaros en nombre de la Universidad de México, no sólo porque no me ha
conferido ella su representación para actos públicos, sino porque no me
atrevería a hacerla responsable de las ideas que expondré. Y sin embargo, debo
comenzar hablando largamente de México porque aquel país, que conozco tanto
como mi Santo Domingo, me servirá como caso ejemplar para mi tesis. Está México
ahora en uno de los momentos activos de su vida nacional, momento de crisis y
de creación. Está haciendo la crítica de su vida pasada; está investigando qué
corrientes de su formidable tradición lo arrastran hacia escollos al parecer
insuperables y qué fuerzas serían capaces de empujarlo hacia puerto seguro. Y
México está creando su vida nueva, afirmando su carácter propio, declarándose
apto para fundar su tipo de civilización.
Advertiréis
que no os hablo de México como país joven, según es costumbre al hablar de
nuestra América, sino como país de formidable tradición, porque bajo la
organización española persistió la herencia indígena, aunque empobrecida.
México es el único país del Nuevo Mundo donde hay tradición, larga, perdurable,
nunca rota, para todas las cosas, para toda especie de actividades: para la
industria minera tomo para los tejidos, para el cultivo de la astronomía como
para el cultivo de las letras clásicas, para la pintura como para la música.
Aquél de vosotros que haya visitado una de las exposiciones de arte popular que
empiezan a convertirse, para México, en benéfica costumbre, aquél podrá decir
qué variedad de tradiciones encontró allí representadas, por ejemplo, en
cerámica: la de Puebla, donde toma carácter del Nuevo Mundo la loza de
Talavera; la de Teotihuacán, donde figuras primitivas se dibujan en blanco
sobre negro; la de Guanajuato, donde el rojo y el verde juegan sobre fondo
amarillo, como en el paisaje de la región; la de Aguascalientes, de
ornamentación vegetal en blanco o negro sobre rojo oscuro; la de Oaxaca, donde
la mariposa azul y la flor amarilla surgen, como de entre las manchas del
cacao, sobre la tierra blanca; la de Jalisco, donde el bosque tropical pone
sobre el fértil barro nativo toda su riqueza de líneas y su pujanza de color. Y
aquél de vosotros que haya visitado las ciudades antiguas de México, —Puebla,
Querétaro, Oaxaca, Morelia, Mérida, León—, aquél podrá decir cómo parecen
hermanas, no hijas, de las españolas: porque las ciudades españolas, salvo las
extremadamente arcaicas, como Avila y Toledo, no tienen aspecto medioeval sino
el aspecto que les dieron los siglos XVI a XVIII, cuando precisamente se edificaban
las viejas ciudades mexicanas. La capital, en fin, la triple México —azteca,
colonial, independiente—, es el símbolo de la continua lucha y de los
ocasionales equilibrios entre añejas tradiciones y nuevos impulsos, conflicto y
armonía que dan carácter a cien años de vida mexicana.
Y de
ahí que México, a pesar de cuanto tiende a descivilizarlo, a pesar de las
espantosas conmociones que lo sacuden y revuelven hasta los cimientos, en
largos trechos de su historia, posea en su pasado y en su presente con qué
crear o—tal vez más exactamente—con qué continuar y ensanchar una vida y una
cultura que son peculiares, únicas, suyas
Esta
empresa de civilización no es, pues, absurda, como lo parecería a los ojos de
aquellos que no conocen a México sino a través de la interesada difamación del
cinematógrafo y del telégrafo; no es caprichosa, no es mero deseo de Jouer à
l’autochtone, según la opinión escéptica. No: lo autóctono, en México, es una
realidad; y lo autóctono no es solamente la raza indígena, con su formidable
dominio sobre todas las actividades del país, la raza de Morelos y de Juárez,
de Altamirano y de Ignacio Ramírez: autóctono es eso, pero lo es también el
carácter peculiar que toda cosa española asume en México desde los comienzos de
la era colonial, así la arquitectura barroca en manos de los artistas de Taxco
o de Tepozotlán como la comedia de Lope y Tirso en manos de Don Juan Ruiz de
Alarcón.
Con
fundamentos tales, México sabe qué instrumentos ha de emplear para la obra en
que está empeñado; y esos instrumentos son la cultura y el nacionalismo. Pero
la cultura y el nacionalismo no los entiende, por dicha, a la manera del siglo
XIX. No se piensa en la cultura reinante en la era del capital disfrazado de
liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se
cultivaban flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia
muerta, como en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada
realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender no es sólo aprender a
conocer sino igualmente aprender a hacer. No debe haber alta cultura, porque
será falsa y efímera, donde no haya cultura popular. Y no se piensa en el
nacionalismo político, cuya única justificación moral es, todavía, la necesidad
de defender el carácter genuino de cada pueblo contra la amenaza de reducirlo a
la uniformidad dentro de tipos que sólo el espejismo del momento hace aparecer
como superiores: se piensa en otro nacionalismo, el espiritual, el que nace de
las cualidades de cada pueblo cuando se traducen en arte y pensamiento, el que
humorísticamente fue llamado, en el Congreso Internacional de Estudiantes
celebrado allí, el nacionalismo de las jícaras y los poemas.
El
ideal nacionalista invade ahora, en México, todos los campos. Citaré el ejemplo
más claro: la enseñanza del dibujo se ha convertido en cosa puramente mexicana.
En vez de la mecánica copia de modelos triviales, Adolfo Best, pintor e
investigador —"penetrante y sutil como una espada"—, ha creado y
difundido su novísimo sistema, que consiste en dar al niño, cuando comienza a
dibujar, solamente los siete elementos lineales de las artes mexicanas,
indígenas y populares (la línea recta, la quebrada, el círculo, el semicírculo,
la ondulosa, la ese, la espiral) y decirle que los emplee a la manera mexicana,
es decir, según reglas derivadas también de las artes de México: así, no cruzar
nunca dos líneas sino cuando la cosa representada requiera de modo inevitable
el cruce.
Pero
al hablar de México como país de cultura autóctona, no pretendo aislarlo en
América: creo que, en mayor o menor grado, toda nuestra América tiene parecidos
caracteres, aunque no toda ella alcance la riqueza de las tradiciones
mexicanas. Cuatro siglos de vida hispánica han dado a nuestra América rasgos
que la distinguen.
La
unidad de su historia, la unidad de propósito en la vida política y en la
intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una magna patria, una
agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. Si conserváramos
aquella infantil audacia con que nuestros antepasados llamaban Atenas a
cualquier ciudad de América, no vacilaría yo en compararnos con los pueblos,
políticamente disgregados pero espiritualmente unidos, de la Grecia clásica y
la Italia del Renacimiento. Pero sí me atreveré a compararnos con ellos para
que aprendamos, de su ejemplo, que la desunión es el desastre.
Nuestra
América debe afirmar la fe en su destino, en el porvenir de la civilización.
Para mantenerlo no me fundo, desde luego, en el desarrollo presente o futuro de
las riquezas materiales, ni siquiera en esos argumentos, contundentes para los
contagiados del delirio industrial, argumentos que se llaman Buenos Aires,
Montevideo, Santiago, Valparaíso, Rosario. No, esas poblaciones demuestran que
obligados a competir dentro de la actividad contemporánea, nuestros pueblos
saben, tanto como los Estados Unidos, crear en pocos días colmenas formidables,
tipos nuevos de ciudad que difieren radicalmente del europeo, y hasta acometer,
como Río de Janeiro, hazañas no previstas por las urbes norteamericanas. Ni me
fundaría, para no dar margen a censuras pueriles de los pesimistas, en la obra,
exigua todavía, que representa nuestra contribución espiritual al acervo de la
civilización en el mundo, por más que la arquitectura colonial de México, y la
poesía contemporánea de toda nuestra América, y nuestras maravillosas artes
populares, sean altos valores.
Me
fundo sólo en el hecho de que, en cada una de nuestras crisis de civilización,
es el espíritu quien nos ha salvado, luchando contra elementos en apariencia
más poderosos; el espíritu solo, y no la fuerza militar o el poder económico.
En uno de sus momentos de mayor decepción, dijo Bolívar que si fuera posible
para los pueblos volver al caos, los de la América latina volverían a él. El temor
no era vano: los investigadores de la historia nos dicen hoy que el Africa
central pasó, y en tiempos no muy remotos, de la vida social organizada, de la
civilización creadora, a la disolución en que hoy la conocemos y en que ha sido
presa fácil de la codicia ajena: el puente fue la guerra incesante. Y el
Facundo de Sarmiento es la descripción del instante agudo de nuestra lucha
entre la luz y el caos, entre la civilización y la barbarie. La barbarie tuvo
consigo largo tiempo la fuerza de la espada; pero el espíritu la venció en
empeño como de milagro. Por eso hombres magistrales como Sarmiento, como
Alberdi, como Bello, como Hostos, son verdaderos creadores o salvadores de
pueblos, a veces más que los libertadores de la independencia. Hombres así, obligados
a crear hasta sus instrumentos de trabajo, en lugares donde a veces la
actividad económica estaba reducida al mínimum de la vida patriarcal, son los
verdaderos representativos de nuestro espíritu. Tenemos la costumbre de exigir,
hasta al escritor de gabinete, la aptitud magistral: porque la tuvo, fue
representativo José Enrique Rodó. Y así se explica que la juventud de hoy,
exigente como toda juventud, se ensañe contra aquellos hombres de inteligencia
poco amigos de terciar en los problemas que a ella le interesan y en cuya
solución pide la ayuda de los maestros.
Si
el espíritu ha triunfado, en nuestra América, sobre la barbarie interior, no
cabe temer que lo rinda la barbarie de afuera. No nos deslumbre el poder ajeno:
el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto
a todos los hombres; demos a cada uno de los instrumentos mejores para trabajar
en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la
libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía.
¿Hacia
la utopía? Sí: hay que ennoblecer nuevamente la idea clásica. La utopía no es
vano juego de imaginaciones pueriles: es una de las magnas creaciones
espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da
al mundo occidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando
descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y
socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de
toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin
descanso; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a
la fábrica social y a los sistemas políticos. Es el pueblo que inventa la
discusión, que inventa la crítica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al
futuro, y crea las utopías.
El
antiguo Oriente se había conformado con la estabilidad de la organización
social: la justicia se sacrificaba al orden, el progreso a la tranquilidad.
Cuando alimentaron esperanzas de perfección —la victoria de Ahura Mazda entre
los persas o la venida del Mesías para los hebreos— las situaron fuera del
alcance del esfuerzo humano: su realización sería obra de leyes o de voluntades
más altas. Grecia cree en el perfeccionamiento de la vida humana por medio del
esfuerzo humano. Atenas se dedicó a crear utopías: nadie las revela mejor que
Aristófanes; el poeta que las satiriza no sólo es capaz de comprenderlas sino
que hasta se diría simpatizador de ellas ¡tal es el esplendor con que llega a
presentarlas! Poco después de los intentos que atrajeron la burla de
Aristófanes, Platón crea, en La República, no sólo una de las obras maestras de
la filosofía y de la literatura, sino también la obra maestra en el arte
singular de la utopía.
Cuando
el espejismo del espíritu clásico se proyecta sobre Europa, con el
Renacimiento, es natural que resurja la utopía. Y desde entonces, aunque se
eclipse, no muere. Hoy, en medio del formidable desconcierto en que se agita la
humanidad, sólo una luz unifica a muchos espíritus: la luz de una utopía, reducida,
es verdad, a simples soluciones económicas por el momento, pero utopía al fin,
donde se vislumbra la única esperanza de paz entre el infierno social que
atravesamos todos.
¿Cuál
sería, pues, nuestro papel en estas cosas? Devolverle a la utopía sus caracteres
plenamente humanos y espirituales, esforzarnos porque el intento de reforma
social y justicia económica no sea el límite de las aspiraciones; procurar que
la desaparición de las tiranías económicas concuerde con la libertad perfecta
del hombre individual y social, cuyas normas únicas, después del neminem
laedere, sean la razón y el sentido estético. Dentro de nuestra utopía, el
hombre llegará a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la
absurda organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los
prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través
del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre,
abierto a los cuatro vientos del espíritu. ¿Y cómo se concilia esta utopía,
destinada a favorecer la definitiva aparición del hombre universal, con el
nacionalismo antes predicado, nacionalismo de jícaras y poemas, es verdad, pero
nacionalismo al fin? No es difícil la conciliación; antes al contrario, es
natural. El hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no
será descastado: sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de
su tierra; su tierra, y no la ajena, le dará el gusto intenso de los sabores
nativos, y ésa será su mejor preparación para gustar de todo lo que tenga sabor
genuino, carácter propio. La universalidad no es el descastamiento: en el mundo
de la utopía no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del
clima, de la lengua, de las tradiciones; pero todas estas diferencias, en vez
de significar división y discordancia, deberán combinarse como matices diversos
de la unidad humana. Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; si
la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos.
Y
por eso, así como esperamos que nuestra América se aproxime a la creación del
hombre universal. por cuyos labios hable libremente el espíritu, libre de
estorbos, libre de prejuicios, esperamos que toda América, y cada región de
América, conserve y perfeccione todas sus actividades de carácter original,
sobre todo en las artes: las literarias, en que nuestra originalidad se afirma
cada día; las plásticas, tanto las mayores como las menores, en que poseemos el
doble tesoro, variable según las regiones, de la tradición española y de la
tradición indígena, fundidas ya en corrientes nuevas; y las musicales, en que
nuestra insuperable creación popular aguarda a los hombres de genio que sepan
extraer de ella todo un sistema nuevo que será maravilla del futuro.
Y
sobre todo, como símbolos de nuestra civilización para unir y sintetizar las
dos tendencias, para conservarlas en equilibrio y armonía, esperemos que
nuestra América siga produciendo lo que es acaso su más alta característica:
los hombres magistrales, héroes verdaderos de nuestra vida moderna, verbo de
nuestro espíritu y creadores de vida espiritual.
(La Utopía de América,
1925)
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