Rosario de Acuña y Villanueva
"Consecuencias de la degradación femenina"
SEÑORES
Y SEÑORAS:
Por
segunda vez, en el espacio de breve tiempo, dirijo mi palabra a esta nobilísima
asociación, adonde vienen a confluir las fuerzas más sanas, más nobles y más
importantes de mi patria; que sólo trabajo, sinceridad y honradez pueden
admitirse con aquellos calificativos en los núcleos sociales; y aquí, en el
Fomento de las Artes, sinceridad, honradez y trabajo parece que se aúnan en
estrecho consorcio, para levantar en una atmósfera de pureza el verdadero
escudo heráldico de la especie humana; ese escudo en el cual no encajan ni los
cuarteles de la soberbia científica, ni los del oro mal ganado, sino aquellos
otros en donde están escritos los altos lemas de la fraternidad, y cuya cimera,
en vez de ser la corona, la espada o el látigo, es un triángulo de luz por
todas partes mirado, nos dice siempre: Amaos los unos a los otros.
Honra,
y bien sabe Dios que la tengo por inmerecida, es para mí el encontrarme
nuevamente en presencia de este auditorio, y no sería mi lengua servidora
sincera de lo que en mi conciencia late, única misión de la humana palabra, si
no aprovechase estos momentos, aún a trueque de alargar más allá de nuestros
deseos la conferencia, para expresar la gratitud que embarga mi alma hacia la
Junta directiva de esta asociación por el empeño con que me invitó a ocupar
esta cátedra, viniendo a levantar mi personalidad, ¡solitaria arista que los
vientos sociales empujan al vacío del no ser! hasta una altura de prestigio en
que, a través de las rutinas que intenta denigrarme, veo surgir un auditorio en
cuya inteligencia hallan eco mis palabras, y en cuyo corazón, no encallecido
por la ruin vanidad, repercute con vibraciones de ternura el ritmo de mi
corazón.
Aquí,
en vuestra presencia, se rehace todo mi ser, como si de vuestras almas corriese
un fluido de vigor que en la mía se condensara obligándome a la lucha, no por
mí, sino por vosotros; como si en mí residiera la facultad de reproducirse lo
que en vuestro pensamiento late, y mi entidad, átomo nulo cuando a su propia
iniciativa se abandona, se engrandeciese en este solio de la enseñanza por el
reflejo de vuestra fuerza, hasta adquirir un sagrado carácter de inviolable
autoridad, que dimana de la alta investidura que me habéis otorgado.
Medid
por todo lo expuesto cuán profunda será mi gratitud, al sentirme subir desde la
realidad de mi pequeñez hasta la altura de vuestra valía; desde el ciclo
estéril y hueco donde rueda mi personalidad, hasta la órbita luminosa y fecunda
donde giran las huestes civilizadoras; desde el fondo de un hogar desconocido,
hasta el santuario donde se escriben con letras inmortales el nombre de los
genios.
Vedme,
pues, como servidora de vuestra voluntad, dispuesta a emitir aquellos conceptos
que, si bien brotando de mis labios, toman su origen en el conjunto de la
inteligencia humana. Sí, por cierto; que el eterno femenino, en su misión de
sintetizar la vida, cuando acciona en el mundo intelectual, tampoco inicia la
creación, sino que condensa, recoge, acumula, conforma, reúne, armoniza y
abarca, hasta dejar un Todo cumplido, capaz de transmitir con su riqueza de
cohesiones los rasgos de la perfectibilidad.
Y
sobre estas mis últimas palabras va a desenvolverse el tema de la conferencia.
Como la anterior está dedicada a vosotras, por y para la mujer, he aquí mi
emblema: he aquí en lo único que me permito tener egoísmo, porque, ¿quién duda
que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el
engrandecimiento de la mujer? Pero este egoísmo, por una derivación del alma
femenina, destinada a no ser egoísta, ni aún en su mayor egoísmo, permitidme el
concepto; por una derivación escrita en mi organismo con las mismas frases con
que la escribe Naturaleza en toda organización femenina; este egoísmo, que me
hace privilegiar a la mujer en mis pensamientos, palabras y acciones, busca su
finalidad, su terminación en el bien humano, en el bien de la especie, en el
bien sintético que ha de formarse de las dos dichas, de las dos felicidades, de
la masculina y de la femenina. No hay, pues, en mí esos exclusivismos
imprudentes que matan en el corazón de la mujer toda ternura, arrastrándola a
un hibridismo repugnante, en el cual no ofrece sino lo más mísero, lo más
depravado, lo más ruin del carácter femenino, aquello que la mitología griega
simbolizó en las desenfrenadas bacantes, haciéndolas las divinidades de la
sensualidad. Funesto privilegio que ostentan aquellas que, violando la ley
natural, pretenden reunir en su voluntad las dos virilidades, la de la inteligencia
y la del corazón, olvidándose que a la mujer no le es dada más que una, —la
virilidad del corazón—; por la cual se encontrará esa meta sublime hacia la
cual marchan las civilizaciones, hacia la cual es menester que marchen, si han
de progresar, meta que se reduce a nivelar los destinos de ambos sexos,
otorgándolos derechos y deberes tan equivalentes, que en el concierto de la
vida no se desentonen sus esfuerzos, ni desarmonicen sus actividades.
Vedme,
pues, queriendo vuestra dicha para lograr la dicha del hombre, queriendo
vuestro engrandecimiento para su perfección, vuestra dignidad para su progreso:
vedme, mujer, cumplidamente mujer, amando más allá de mí misma, deseando
otorgar, reunir, sintetizar, dentro de aquel medio en que el destino ha querido
colocarme, para juntar las inspiraciones de nuestras almas, y con impulso
maternal llevarlas hacia las alturas de la regeneración de la especie, en
lazando con vuestros esfuerzos el molecular esfuerzo de mi corazón, todo él
henchido con la suave ternura femenina.
¡Que
no huya vuestro juicio cuando mis argumentos lo llamen a recapacitar!
Inteligencias masculinas, no ofenderos, no resentiros con las acentos que van a
salir de mis labios proclamando la elevación de mi sexo a nivel de vuestra
personalidad, quedáis íntegros en vuestra personalidad, quedáis íntegros en
vuestros hermosos vigores del pensar. ¡Inteligencias masculinas! esa esfera de
acción es vuestra; pero dejadme enlazar en su radio la facultad del sentir, en
la que todos los vigores nos pertenecen, y la cual voy a intentar una llamada a
vuestras almas, deseando fundirlas tan estrechamente con las nuestras, que le
sea posible a las humanidades del porvenir encontrar realizado el ideal del
presente: La formación de un ser racional, tan grande por su inteligencia como
por su corazón.
Entremos
de lleno en el asunto, y permitidme bajar al detalle, que rápidamente
presentaré al auditorio por uno solo de sus aspectos, pues es demasiado breve
el tiempo que vuestra paciencia puede otorgarme para la complejidad del
problema.
Una
vez en el terreno del detalle, voy a elegir aquel más positivo y libre de
nebulosidades metafísicas, harto discutidas ya en la ardua cuestión que
pudiéramos llamar la médula de nuestro siglo: la emancipación de la mujer. El
terreno que me voy a permitir recorrer, acompañada de vuestra atención, no va a
partir de acumulamiento de erudiciones, siempre enojosas y aquí
contraproducentes; el libro más sublime es el de la naturaleza; abrámosle con
sereno pulso y estudiemos alguna de sus páginas, procurando traducirlas en
lenguaje que no ofenda la pudorosa delicadeza del oído humano.
Un
misterio inexplorado hasta el día, hace que la vida se avecine en el seno
materno al compás de las ondulaciones del corazón. Nada anuncia que aquella crisálida
comprenda la importancia del destino que ha de resumir, y no hay augur ni
experimento que determine con evidencia, en los períodos más culminantes de la
conformación, el sexo del neófito de la vida; no pareciendo sino que la
naturaleza, ocupada primero que en nada en la supremacía racional, deja para
los últimos momentos la división sexual, por considerarla, relativamente a la
grandeza de la creación humana, cuestión de un orden secundario. Llega el
momento de la clasificación, y su mandato sagrado se cumple sobre la criatura,
no modificándose en ella muchos, ni siquiera los más esenciales órganos de la
vitalidad consciente, sino remarcándose con mayor fuerza de acentuación alguno
de ellos: el niño y la niña nace a la luz del planeta; el vaso de la vida se ha
colmado; se ha cumplido el génesis, y esa flor encapullada que atesora las
herencias de millares de siglos, ese cuerpecito infantil donde van esbozadas
las graduaciones de todos los organismo, comienza a palpitar, recogiendo en el
medio que la rodea elementos para desenvolver las condensaciones de vigor que
la otorgó su origen; es el hijo de la especie humana; lleva en sí la sagrada
delegación del progreso vital, y tan alto, tan grande es su destino, que la
naturaleza le ha entregado la virtualidad de los dos sexos, trazando sobre su
organismo con la potencia del uno la semblanza difuminada del otro, como si
hubiera querido decirle al hombre: eres hijo de la mujer, y a la mujer: eres
hija del hombre. Allá en los centros más latentes de la vida, donde radican en
las primaverales horas del amor las dichas de la fecundidad, se descubren
vestigios de una unidad completa, llamada acaso a realizarse en especies
venideras, o derivada de una realidad cumplida en especies anteriores; y, bien
que sea una promesa del porvenir, o un recuerdo del pasado; bien que sea una
conceptuación impuesta a la humanidad para unir en fraternal consorcio los dos
sexos, ello es que sobre todo organismo humano hay escritos rasgos que en la
fortaleza del varón imprimen la fragilidad de la hembra, y en la pasividad de
la hembra imprimen la energía del varón. ¡Suavísimo matiz, tenue celaje,
modulación delicada del organismo que ostenta sobre un sexo los vestigios del
otro!
La
niña y el niño son entregados a la familia, esa pequeña sociedad que cual
madrépora agregada a un conglomerado de políperos, toma su vida, es decir, sus
costumbres, en la gran raíz del Estado y de la raza, nutrida por las leyes y
por la religión. La familia, al recibir al hijo de la especie, comienza a intentar
la distinción de los sexos en radicales extremos, y aquellas manifestaciones de
la comunidad de origen son violentamente combatidas por el medio educativo; el
manantial de la vida encuentra un dique y se separa cada vez más, hasta el
punto de que, ni en la senectud, cuando el descanso de la sepultura llama a la
carne bajo el nivel igualitario de la transformación, cuando se está muy cerca
de ese otro encapullamiento que ha de sufrirse en el seno de la tierra, tan
semejante al sufrido en el seno de la madre, ni aun entonces llegan a caminar
las dos corrientes en un solo cauce, y la ancianidad femenina y la masculina,
siguiendo como piedra que cae el impulso recibido en su infancia, se hunden en
la muerte, sin que uno solo de sus sentimientos se confundan, ni una sola de
sus inspiraciones se armonicen, habiéndose realizado la odisea de la vida sin
regocijo en la tierra ni glorificación en la humanidad.
La
deformación, la ineptitud, la enfermedad, la ignorancia y la astucia: he aquí
la dote que la sociedad le prepara a la mujer. El castigo de esta violación de
la naturaleza se cumple inexorablemente, porque el mal engendra el mal en el
orden de todos los sucesos. Esta hora de castigo llega en el instante en que el
hombre, esa mitad de la mujer, tiene que cumplir el mandato de multiplicación.
Como
la naturaleza no desvía sus procedimientos de acción; como ha sido, es y será
siempre igual, lo mismo al modelar el hierro en las entrañas de la tierra que
el hombre en las entrañas de la mujer, que el astro en las entrañas del
universo; como la naturaleza no cambia nunca por la peor o mejor voluntad del
legislador, el ser humano, producto de las dos grandes entidades de la especie,
recoge los extremos de ambos, y aquellas deformaciones, ignorancias y astucias
que constituyeron la dote de la madre, se condensan, se recogen, acumulan,
conforman y armonizan sobre la organización del hijo, y sobre todo del hijo
varón, por el gran trabajo sintético que el sexo femenino realiza en el
misterio de la creación. El hombre nace llevando levadura de errores que le
harán pueril en sus costumbres, supersticioso en sus creencias, inconsecuente
en sus afirmaciones, ruin en sus dudas, necio en sus vanidades, despreciable en
sus ambiciones, vicioso en sus placeres, hipócrita en sus virtudes, y en todas
sus ideas, palabras y actos asomarán los rasgos de aquellas inferioridad
recibida en su cerebro y en su corazón por los impulsos del corazón y del
cerebro femenino.
Y
bien; por todo lo expuesto, ¿no comprenderéis la imprescindible necesidad de
llevar a la vida otro caudal más perfecto que este de condiciones negativas con
que dotamos al hijo del hombre? Indudablemente vuestras voluntades femeninas,
que son todo amor, vibran en estos instantes al unísono de la mía; porque es
menester determinar claramente que ninguna excelencia adquirida por la mujer en
el terreno de la costumbre, madre de las leyes, puede recibirla sino es de la
mujer. Sí, por cierto; solo en virtud de sus propios esfuerzos ha de
reconquistar su sitio en el concurso social, en atención a una ley que voy
brevemente a exponeros. Todo lo que implora, todo lo que vive en la pasividad
expectante de ajena determinación que le entregue el beneficio, jamás obtendrá
sitio seguro en los banquetes de la vida; y así como la planta flébil sucumbe
si hábil jardinero que la defienda, y solo existe por una otorgación más o
menos cuidadosa, así todo engrandecimiento que le llegue a la mujer en el orden
social por determinación del hombre, solo servirá para especificar más
claramente su inferioridad, verificándose de este modo una apariencia de
regeneración, espejismo esplendoroso por el cual adquirirá nuestro sexo más
privilegios, pero también más dolores, ganando en vanidades lo que pierda en
fortaleza, y, a la larga, la reacción de este engrandecimiento ficticio
atraído, no por el íntimo valer, sino por la clemencia masculina, pudiera muy
bien llevarnos a un nuevo gineceo en donde perdiéramos hasta la conceptuación
de criaturas racionales que hoy ya poseemos, adquiriendo, en cambio, el calificativo
de irredimibles, peligro pavoroso que expongo a vuestra consideración, segura
de que vuestro juicio alcanzará lo trascendental de la catástrofe. Nosotras no
debemos esperar nada sino de nosotras mismas, no por terquedad de rebeldía
orgullosa, sino por convencimiento de razones deductivas. Nosotras no podemos
intentar otro valer que el alcanzado por aquellas condiciones que poseemos,
bien que sean latentes, perfectamente dispuestas para nuestra progresión. He
aquí por qué mi voz se dirige a vosotras, no con el propósito de levantar una
bandera ridícula y contraproducente que nos emancipe den las exterioridades,
sino con el empeño de que nuestras inteligencias sacudan su letárgica quietud,
y, reconcentradas en el fondo de nuestras conciencias, bebiendo la luz de la
sabiduría en el cálido resplandor de nuestras intensas ternuras, cimentemos son
solideces de granito las manifestaciones de nuestra indiscutible personalidad
racional, hasta levantarla en el solio que la destinó [la] naturaleza desde el
cual presida con iniciativa perfecta la conformación de las razas. He aquí el
plano sublime sobre el que se nivelarán las energías intelectuales, dejando en
los siglos estela gloriosa de excelsitudes.
Veamos,
para llegar a este plano, qué trámites hay que seguir; pero veamos antes si los
que se siguen son los conducentes.
Herencias
de ferocidad salvaje, no encubierta[s] con bastante rigidez por las
civilizaciones orientales ni por los siglos medios, causas que no son del caso
indagar, pues antes que de nada me ocupo de que llegue mi palabra a todos los
oídos con la mayor brevedad y sencillez posibles: herencias o causas bien
funestas, nos ofrecen un presente social incoloro, rebajado, ficticio, en el
cual las olas de las más desenfrenadas pasiones no encuentran otra barrera que
unos ideales religiosos caducos, fantásticos, huecos, momificados en ataúd de
leyendas, que se desmoronan como polvo estéril al reflejo más tenue de la
investigación científica. En el fondo de este océano social, tan pobremente
contenido por tan mísera barrera, corre[n] los deshechos temporales, un
principio admitido casi sin controversia, que dimanando de la autoridad
religiosa, traza el camino de la existencia de la mujer, imponiéndose en todos
los planes de su educación, en un espacio tan estrecho y penoso, que maravilla
cómo en él se desenvuelven las energías vitales. La reglamentación acomodada a
un molde inflexible, pesa como losa de plomo sobre la entidad femenina, y
recogiéndola de manos de la naturaleza, vigorosa en sus músculos, firme en sus
nervios, rica en su cerebro, ondulada en sus formas, la entrega a la
civilización (no olvidaros que hablo en España y para las españolas) como masa
deforme de músculos relajados, nervios vibrantes, cerebro empobrecido y formas
angulosas, para lo cual si no usa del hierro y del fuego, materialmente
hablando, usa del hierro y fuego moral, que son la acumulación de quietudes
sobre su vitalidad física, y la acumulación de hipocresías sobre su vitalidad
intelectual.
En
efecto, contemplemos a la niña desde el momento en que, según una frase
gráfica, comienza a ser una mujercita. Todo lo que se la impone es inmovilidad
de cuerpo y de alma. ¡Ay de aquellas que se muestran rebeldes a la doma! La
expansión, el movimiento, el raciocinio, los diversos modos de que la
naturaleza dispone en su arsenal maravilloso para evolucionar el desarrollo
humano, son cruelmente fustigados en la niña como crímenes de leso impudor del
sexo. ¡Pobre sexo; adónde se empeñan en encerrar tu pudor! La impasibilidad de
la estatua comienza a extenderse primero sobre las exterioridades, más tarde
llegará al cerebro; ínterin el corazón late, y como toda aquella fuerza
impulsiva no encuentra sitio vivo más que en el corazón, este va engrosando,
permitidme el símil, hasta que pasa desde la sensibilidad normal a la
patológica, y la mujer, a poco de salir de la infancia, se encuentra con un
cargamento inútil de sentimientos, lastimosamente perdidos en el hueco asilo de
una fantasía delirante. ¡Cuántos Pranzini deben especular sobre la gran
perturbación de estos organismos! Pero ¡es pudorosa! Sabe andar sin mover más
que los pies, y esto por ser indispensable; saber hablar sin que su rostro
exprese ninguna movilidad de afectos. Como mueve los pies mueve los labios, y
así como la voz hay que emitirla a compás, sin darla el menor relieve, el
concepto, el fondo de la frase, es menester que sea de una simplicidad anodina
y dulzona, que no se extralimite más allá de las expresiones inocentes. ¡Ah!
¡Cómo se venga la juventud femenina de estos frenos del torpe error, lanzando
por sus ojos llamaradas de provocación y por sus labios sonrisas de
atrevimiento! No parece sino que el pudor impuesto por orden de la hipocresía,
solo sirve para enardecer en ella todo género de impudores.
La
enfermedad, tan admirablemente atraída sobre aquel organismo, violentado y
envilecido, llega con cauteloso paso y espera el momento supremo en que la vida
toma derechos de reproducción en el ser femenino, para invadirla con caracteres
latentes, o caracteres determinantes. En el primer caso la mujer será una
enferma toda su vida, una enferma con apariencia de sana; en el segundo, pasada
la crisis eminente, quedará lacerada hasta más allá de la vejez, hasta la
senectud.
La
enfermedad latente, el desequilibrio, el estado anómalo, la violencia y el
espasmo en todos y cada uno de sus órganos… ¡Ah! Cuando el hijo del hombre
comience a vivir en aquel seno tan horriblemente perturbado, acaso el
equilibrio se restablezca, o acaso se acentúe la ruina; y ¿sabéis el resultado
de estos extremos? pues el resultado del primero es que el hijo del hombre se
lleve a su organismo las defectuosidades de su madre, y en el segundo es la
muerte, o la locura, para la madre o el hijo; de todos modos la degeneración, el
dolor; ¡de todos modos el alma humana revolviéndose en ligaduras de oscuridad
que no aquilatan su purísima esencia!
Y
como si no bastara que toda la vida de la mujer se ofreciese para la
desventura, la tenacidad del error avanza hasta un grado inconcebible; y
aquella hermosura suave ya ondulada que lleva en sí algo de inmaterial, como si
fuese hecha más que para el recreo de los ojos para enaltecimiento del
espíritu, se hunde sumida en un caos de ángulos y recortes; y la mujer, figurín
con cintura de avispa, seno de bacante, plantas de pájaro y rigideces de
escultura, sustituye a la bella mitad del género humano, estrujándola en un
tipo de hermosura risible, más propio de figurar en aquelarre de brujas
rejuvenecidas que de ofrecer sobre los altares de la vida el holocausto del
amor. A estas dos decadencias expuestas se ajusta el empobrecimiento cerebral.
Henos aquí ante esas diferencias que la frenología señala entre los cerebros
del hombre y la mujer. Ella nos la indica y nos la evidencia, no hay que negarlo.
Pero ¿sabe establecer el punto de partida de la diferenciación? La biología
hablará; ya hace tiempo que está hablando. Cuando se cultive suficientemente
esa gran rama del árbol del saber; cuando sus declinaciones no se hagan
exclusivas de las escuelas intransigentes, y comience a sintetizar sobre los
grandes análisis, sin cerrar los oídos a las enseñanzas filosóficas; cuando
abarque con esa modesta humildad de toda ciencia fecunda, los elementos que la
ofrezcan las demás corrientes de la sabiduría, entonces se dirá la última
palabra; hoy podemos colocar, sin escrúpulos, al lado del cerebro del hombre,
el de la mujer; traslademos el tiempo y el espacio, y veremos el cerebro
femenino de la europea infinitamente superior al masculino del mogol o del indio.
Insuficiencia por medios, no inferioridad por origen; he aquí todo.
Entre
los sexos de nuestra raza existe la diferencia; repito que es imposible
negarla, al menos en el estado adulto. De esta diferencia brota la última y más
funesta de las perturbaciones. Voy a exponerla, y ruego al auditorio que ponga
de su parte un poco de paciencia: es de hondo interés comunal la cuestión que
me he permitido traer a vuestras consideraciones. ¿No será posible que en
vuestras claras inteligencias encontréis bondad para escuchar mis palabras,
que, si bien toscas e inhábiles, llevan el latido de intenciones sanísimas? Yo
os suplico vuestra condescendencia en atención no a mí, sino al asunto de que
se trata. Prosigo.
El
cerebro de la mujer no piensa. Bruscamente detenido en su desarrollo por
infinitas concausas, algunas de las cuales he tenido la honra de manifestaros,
sufre un estancamiento, una especie de atrofia, metafóricamente hablando, en
relación paralela a la hipertrofia que acomete a su corazón, hasta el extremo de
que los cuadros menos punzantes que ofrece a la vida moral el dolor de la
lucha, toman en su imaginación la intensidad de tragedias sombrías. Ni un
vestigio de virilidad se descubre en los sentimientos que traduce su cerebro;
la única nota que emite, acorde con los grandes afectos humanos, es el amor
materno, muchas veces excepcional virilidad del alma femenina. Fuera de esta
bien delineada condición, lo degenerado; una quietud sombría preside en aquel
centro de las actividades intelectuales. Y cuando la multiplicidad de las
sensaciones le impulsa al movimiento, suele desordenarse entre las garras de
las locuras afectivas. En estado normal refleja la luz de todas las grandes
pasiones, como si sus dos hemisferios fueran opaca masa de médula, no
florescencia luminosa del alma. Dijérase, al contemplar el actual cerebro
femenino, que es uno de tantos ganglios como se concentran en el aparato de la
nerviosidad refleja, y no el cáliz henchido por la divina esencia, cuyos
pétalos nacarados ostentan el eterno matiz de la razón. Allí no hay pensamiento
más que bosquejado, allí no hay atención suficiente; allí está seca y fría la
petrificación de la inteligencia, detenida por la mano de hierro de una
educación física y moral, monstruosa e impía.
La
necesidad de pensar se impone en toda naturaleza humana, degenerada o perfecta.
¿No se piensa por sí?, pues hay que pensar por accidente.— ¿No se piensa por
obra de las impresiones atraídas al fondo de la conciencia, en virtud de un
trabajo de reconcentración?, pues hay que pensar por obra de una influencia
externa, atraída sobre la propia voluntad en virtud de una laxitud abarcadora
de las facultades. En el orden de todos los procesos intelectuales, no hay más
que dos extremos: vencer o ser vencido. La mujer tiene que pensar por
accidente. A esta condición, que se la impone al deformar su órgano
intelectual, se añade aquella modalidad ineludible de su ser, construido para
otorgar, para resumir la vida. He aquí ya dispuesta la víctima; el ara ha
venido del Oriente; la han traído las auras de las religiones positivas, que al
ir aquilatando sus absurdos hasta la quinta esencia, nos han legado a nosotros,
los hijos del siglo XIX de la era cristiana, la gran aberración, el hombre
célibe por mandato de la ley, el ser humano destinado a nutrir, no la vida de
la especie, sino la vida de los gusanos; y este último absurdo de las
religiones positivas, esta depurada insensatez, este producto de la más impía
de las soberbias humanas, que intenta colocarse nada menos que entre las legiones
angélicas de un cielo sin sexos, esta entidad que tan repugnante excepción
pretende ostentar en el conjunto de las fuerzas vitales, es la destinada a
sugestionar a la mujer, imprimiendo en su cerebro la acción del pensar.
¡Sacrificador digno de la víctima y del ara donde se realiza el sacrificio!
Con
él se comunica la mujer, con él se fusiona, se nivela, se iguala, se funde, en
ardoroso fluido intelectual, ¡con el hombre célibe! ¡Con la más innecesaria
individualidad de la familia humana! La luz de sus pasiones, bastardeadas por
el matiz de ilegítimas que las imprime la ley, será la que caiga en el cerebro
femenino, en lluvia de frases elegidas para llevar sus sensaciones a las
alturas fantásticas. El dolor minucioso ira a exponerse con relieves de catástrofe
al fondo de la inteligencia de aquellos hombres que casi son ángeles; la llaga
será curada con promesas idealistas, que hundirán cada vez más la voluntad de
la mujer en lo inepto de la conformidad. Allá arriba, en el cielo, está Dios;
aquí, no; la justicia allí ha de encontrarse; en la tierra, imposible; todo
será devuelto allí; hay que morir para resucitar. Todos estos, o parecidos
conceptos, hacen de bálsamo, y las llagas se cierran. ¡Son tan pequeñas, que
basta un deslumbramiento de la imaginación para curarlas! En cambio de esta
paz, estado tan seductor para inteligencias inferiores, la mujer recoge un
caudal de pensamientos. Es verdad que no son suyos, que no brotaron de sus
fuerzas psíquicas; pero ¿qué mayor gloria para ella que ser el receptáculo de
los pensamientos del hombre—ángel? El asunto no merece discusión; entre pensar
con nuestra fuerza y exponerse al dolor eterno como el impío Satanás, o pensar
por cuenta de Dios, con la esperanza de una paz continuada aquí y en el otro
mundo, la elección no es dudosa; la causa de Dios triunfa, y allá va la mujer,
al paraíso, ínterin el hombre, el hombre verdadero, que sienta, piensa, ama,
espera, desea, sufre y trabaja, se queda aquí luchando, en la tierra, para
cumplir el mandato de la naturaleza, y hacer de su morada un jalón sobre el
cual se afirme el progreso de la vida.
La
mujer del devocionario en la mano y la envidia en el corazón, la mujer
tiernísima, amorosa, conmovedora en la actitud de la adoración ante el
misterio, y áspera, fría y díscola en la actitud del trabajo ante las
vicisitudes de la vida, es la consecuencia de esa degeneración cerebral, que se
cumple bajo la autoridad de un principio que tiende a separar, a divorciar los
dos sexos en la realización de todos y de cada uno de sus fines.
La
sociedad refleja todas estas consecuencias. La superstición nos acomete por
todas partes. Allí donde la idea, la palabra o el concepto religioso deberían
significar amor y respeto a todos los seres, nos saltan al paso los fanatismos,
como si fueran hordas de monstruos, y con sus garras de acerada impiedad
destrozan nuestras almas abrasándolas con la calumnia. El desaliento invade
todas las esferas. El varón se torna infantil en cuanto el peligro reclama las
energías del vigor; las inconsecuencias, llamadas rectificaciones en el púdico
lenguaje que se escandaliza de la palabra y no del hecho, las rectificaciones,
inconsecuencias o apostasías forman de la entidad humana un arlequín de
virtudes que ofrece satisfacción a todas las doctrinas. Una inercia, una
atonía, un pesimismo corrosivo aplasta todo impulso de generosidad que se
levante sobre este nivel sombrío hacia las puras regiones del ideal redentor.
El hombre cínico surge con alarmante frecuencia de nuestras sociedades, y
disfrazando su egoísmo soez y brutal con las vestiduras de la ciencia o del
arte, entra impunemente en todos los círculos, adonde lleva la levadura de su
envilecimiento, a fermentar con el eco de los aplausos en larga serie de
iniquidades. El oro, que los albures del vicio o el impudor depositaron en las
arcas de los audaces, sirve para endosar en valores de buena ley la más torpe
inmoralidad; y aquellas personalidades nebulosas que en un pasado no lejano
ejercitaron en el manejo del engaño y de la rastrería, triunfan en la lucha social;
y sobre los pedestales del prestigio no se levantan por lo general el decoro,
la bondad, el trabajo y la sabiduría, sino la ferocidad, el orgullo, la astucia
y el charlatanismo. Esta tremenda revulsión de retroceso decadente que por
todas partes nos acomete y que en vano pretenden contener los grandes
pensadores, invade a la familia. El odio se desliza en el hogar. En los
corazones humanos se verifica una manifestación de las leyes del atavismo. El
período del celo triunfa del amor inteligente en las relaciones de los dos
sexos, que no se aman sino que se buscan. A la satisfacción de la ley
instintiva de reproducirse sucede la enemistad, la desestimación, la
indiferencia propia de las especies inferiores. En el hogar de la raza impera
la soberbia del individualismo, y el matrimonio humano está compuesto siempre
de víctima y verdugo, y en tanto que el hombre lleva sus vigores a la actividad
febril del neuronismo, la mujer se desliza por una pendiente sibarítica y el
lujo de las preciosidades ¡o el lujo de los andrajos! es el único centro hacia
el que convergen sus esperanzas. Los hijos de estos hogares crecen sin amor; el
nido humano desciende más abajo del nido de los bosques; al niño se le impone
la lucha por la vida antes de imponérsele la razón, y unas frases horribles
dirigidas a los padres por los labios filiales, sirven de corolario a este
panorama que es verdadero, que es positivo efecto de decadencia, confirmado por
las excepciones que me complazco en consignar, y que, para dicha de nuestras
almas, encontramos a nuestro alrededor.
Vosotros
tenéis la culpa de que haya nacido. He aquí esas frases que, si en la medición
del raciocinio son elocuentemente justas, lanzadas hacia los padres como
reproche por la desesperación, sirven para evidenciar el más espantoso de los
sentimientos, el odio a la vida.
Ved
ese cuadro y comparadle con aquellas realidades de la justicia, la bondad y la
razón que se imponen a todas las generaciones como esplendente meta de las
actividades humanas.
El
remedio más esencial está en nosotras, porque el daño más importante nosotras
le hacemos. Que lleve el hijo la herencia de una madre amorosa e inteligente, y
el equilibrio quedará reestablecido. Para esto hay que formar las futuras
mujeres, a las futuras madres, pasando con enérgica firmeza sobre este camino
de espinas que el presente nos ofrece. No esperemos nada de la piedad de
hombre, jamás seremos su mitad siendo sus libertas. La naturaleza, siempre
justa, ha querido resarcirnos y poner a nuestro alcance el arma más poderosa:
los hijos. Los hijos son nuestros en la edad más esencial y más precisa para la
conformación del juicio y de la voluntad. Hijo de mala madre se le dice al
hombre, como el más sangriento de los ultrajes. Estas frases consagran la
soberanía de nuestro poder sobre los hijos; el hombre dudará de Dios, de su
padre, de la sociedad, de sí mismo: de su madre ¡jamás! la lleva en él con
certidumbre absoluta. No hay nada más hondamente desesperante que la evidencia
de una madre indigna. Todo esto os lo expongo para afirmaros en la convicción
de nuestro poder sobre el hijo y la hija; igualad sus cerebros; rebajad la
fatuidad del hombre; elevad la dignidad de la mujer; enseñadlos a pensar en la
misma escala, a sentir en el mismo tono: educad el varón para que sea justo con
la mujer, no galante.
¡Justicia
es lo que necesitamos, no galantería! Que la mujer tenga conciencia de sí
misma; hacedla inteligente. Para que tenga inteligencia desarrollad su
organismo con elementos iguales que aquellos que rigen la educación del varón;
para atraer sobre ella estos elementos y no chocar de frente con las corrientes
enervadoras que nos rodean, fundad el hogar campestre donde llevéis a reposar a
la familia en largas temporadas; el hogar en el seno de la naturaleza en donde
luz, aire, sol, espacio, ejercicio, meditación, sencillez y libertad se aúnan
sobre la mujer predisponiéndola a saber pensar; el primer fundamento de todas
las humanas dignidades. Para conseguir esto, sacrificadlo todo, galas,
vanidades, felicidad, posición, intereses; cuanto sea sacrificable en el orden
material de la existencia, y a la par que forméis estas futuras entidades
femeninas, con arreglo a la ciencia, a la filosofía y a la moral, decid al oído
de vuestras hijas estas palabras: “Toda libertad tiene sus víctimas; toda
redención sus mártires; no se triunfa sin luchar; a la mayor altura del ideal
corresponde la mayor elevación del calvario; preparaos a la batalla haciendo la
renuncia voluntaria del vencimiento, y no levantéis jamás vuestros ojos al
cielo cuando se os ofrezca el cáliz de la amargura; a la inmensidad de Dios no
llega nunca la pequeñez del hombre, ni aún en su mayor grandeza, que es el
dolor; profanar con una sola lágrima de pena el sereno ideal de la gloria es el
más impío de los sacrilegios; la hiel no traspasa nunca los límites de nuestro
propio corazón, y el secreto para convertir su acritud en dulzura de néctar,
consiste solo en levantar nuestro amor más allá de nosotros mismos, más allá de
la familia y de la patria, hasta el majestuoso cosmos universal donde se
deslizan las humanidades.”
Habladles
de este modo a vuestras hijas y entrarán en las nuevas generaciones como la
Minerva de la mitología, armadas de todas armas.
Dispensadme
que haya abusado de vuestra paciencia y llevaros en vuestro pensamiento la
certidumbre de que, para testificar mis convicciones, no he vacilado un solo
instante en entregar mi personalidad a los sacudimientos de la pública opinión,
¡tan inclinada a colocar en la picota del desprecio a toda alma que intenta
evadirse del nivel admitido! ¡picota más abrasadora que las hogueras
inquisitoriales! picota a la cual, si es preciso subir, ascenderé serena; de
tal modo encuentro insignificante la felicidad, la vida y el nombre, ante la
grandeza de ese ideal sublime que surge en los orientes del porvenir,
levantando sobre apoteosis gloriosa al hombre y a la mujer, unidos por eterno
abrazo de sus inteligencias y de sus corazones, para el solo fin de la ventura
humana.
He
dicho.
[Fuente:
Conferencia dada por Doña Rosario de Acuña en el Fomento de las Artes, la noche
del 21 de Abril de 1888. Las Dominicales del Libre Pensamiento. Miércoles 25 de
Abril de 1888 (Número extraordinario).]
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