Octavio Paz: "El pachuco y otros
extremos"
Muchas de las
reflexiones que forman parte de este ensayo [sobre el carácter mexicano]
nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos.
Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de
encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen,
destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y
quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas. Por
eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros
días, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un
problema de vida o muerte. Al iniciar mi vida en los Estados Unidos residí
algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas
de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero--además de la pureza
del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones--la
atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o
conceptos. Esta mexicanidad--gusto por los adornos, descuido y fausto,
negligencia, pasión y reserva--flota en el aire. Y digo que flota porque no se
mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de
precisión y eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el
viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que
asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña,
hermosura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.
Algo semejante ocurre
con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos años de
vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de
su origen, nadie los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se
crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa.
Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e
inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de
desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su
sensibilidad se parece a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la razón y
que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu--o de ausencia
de espíritu--ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco".
Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de
origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto
por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos,
contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los
"pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus
antepasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática
voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la
decisión--ambigua, como se verá--de no ser como los otros que los rodean. El
"pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco--al menos en
apariencia--desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que
se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su
nombre mismo: "pachuco", vocablo de incierta filiación, que dice nada
y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más
exactamente, está cargada, como todas las creaciones populares, de una
pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de
los extremos a que puede llegar el mexicano.
Incapaces de asimilar
una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado
más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su
personalidad. Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por
ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por "pasar
la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser como los otros ciudadanos.
Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar
una problemática adaptación a los modelos ambientes, afirman sus diferencias,
las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de
una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una
sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir
siendo distintos.
No importa conocer las
causas de este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes
existen minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la
población. Lo característico del hecho reside en este obstinado querer ser
distinto, en esta angustiosa tensión con que el mexicano desvalido--huérfano de
valedores y de valores--afirma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha
perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le
queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su
disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo
exhibe.
Con su
traje--deliberadamente estético y sobre cuyas obvias significaciones no es
necesario detenerse--, no pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación
alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta--en ese país en donde abundan
religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del
norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la
abstracta moralidad de la "American way of life"--. El traje del
pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como
todas las modas está hecha de novedad--madre de la muerte, decía Leopardi
[poeta y filósofo italiano del siglo XIX]--e imitación.
La novedad del traje reside
en su exageración. El pachuco lleva la moda a sus últimas consecuencias y la
vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda
norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el
pachuco lo vuelve impráctico. Niega así los principios mismos en que su modelo
se inspira. De ahí su agresividad.
Esta rebeldía no pasa
de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que
pretende rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados--o una
invención de nuevos ropajes--. Generalmente los excéntricos subrayan con sus
vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y
más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los
pachucos se advierte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y
distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que
pretenden negar.
La dualidad anterior se
expresa también de otra manera, acaso más honda: el pachuco es un clown
impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar.
Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece
constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y
que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la persecución y
el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad
que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco
lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.
La irritación del
norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y
por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad.
Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno
suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece
nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen
virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la
agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la
abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido.
Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es
posible tener un contacto secreto, a oscuras. Pasivo y desdeñoso, el pachuco
deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones
contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una
pelea de cantina, en un "raid" o en un motín. Entonces, en la
persecución, alcanza su autenticidad, su verdadera ser, su desnudez suprema, de
paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la
provocación, se cierra; ya está listo para la redención, para el ingreso a la
sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es
víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha
encontrado al fin nuevos padres.
Por caminos secretos y
arriesgados el "pachuco" intenta ingresar a la sociedad
norteamericana. Mas él mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura
tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la
sociedad de que procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza
al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo.
Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada,
excepto su exasperada voluntad de no ser. No es una intimidad que se vierte,
sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también
es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de sí misma
y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco" es la presa que se
adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y
rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que
aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos
equivalentes.
Octavio Paz, El
laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a 'El laberinto de la soledad'
(Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 1994), 14-20.
No hay comentarios:
Publicar un comentario