Ángeles Mastretta, "La mujer es
un misterio"
Hay
una estampa que guarda el más importante archivo fotográfico de la Revolución
Mexicana, por la que camina hacia cualquier batalla un grupo de revolucionarios
montados a caballo. Altivos y solemnes, con sus dobles cananas cruzándoles el
pecho y sus imponentes sombreros cubriéndoles la luz que les ciega los ojos y
se los esconde al fotógrafo, parece como si todos llevaran una venda negra a
través de la cual creen saber a dónde van.
Junto
a ellos caminan sus mujeres, cargadas con canastas y trapos, parque y rebozos.
Menos ensombrecidas que los hombres, marchan sin reticencia a su mismo destino:
los acompañan y los llevan, los cobijan y los cargan, los apacientan y los
padecen.
Muchas
veces las mujeres mexicanas de hoy vemos esa foto con la piedad avergonzada de
quien está en otro lado, pero muchas otras tenemos la certidumbre de ser como
esas mujeres. De que seguimos caminando tras los hombres y sus ciegos proyectos
con una docilidad que nos lastima y empequeñece. Sin embargo, hemos de aceptar
que las cosas no son del todo iguales. Creo que con la prisa y la fiebre con
que nos ha tocado participar, padecer y gozar estos cambios, ni siquiera
sabemos cuánto han cambiado algunas ideas y muchos comportamientos.
Muchas
de las mujeres que viven en las ciudades trabajan cada vez más fuera de sus
casas, dejan de necesitar que un hombre las mantenga, se bastan a sí mismas, se
entregan con pasión y con éxito a la política y al arte, a las finanzas o la
medicina. Viajan, hacen el amor sin remilgos y sin pedirle permiso a nadie, se
mezclan con los hombres en las cantinas a las que antes tenían prohibida la
entrada, deambulan por la calle a cualquier hora de la noche sin necesidad de
perro, guardián o marido que las proteja, no temen vivir solas, controlan sus
embarazos, cuidan y gustan de sus cuerpos, usan la ropa y los peinado que se
len antojan, piden con más fuerza que vergüenza la ayuda de sus parejas en el
cuidado de los hijos, se divorcian, vuelven a enamorarse, leen y discuten con más
avidez que los hombres, conversan y dirimen con una libertad de imaginación y
lengua que hubiera sido el sueño dorado de sus abuelas.
Estamos
viviendo de una manera que muchas de nosotras ni siquiera hubiéramos podido
soñar hace veinticinco años. Comparo por ejemplo el modo en que las mujeres de
mi generación cumplíamos quince años, y el modo en que los cumplen nuestras
hijas.
Algunas
de las mujeres jóvenes que viven en el campo también han empezado a buscarse
vidas distintas de las que les depararía el yugo que nuestros campesinos tienen
sobre sus mujeres, mil veces como la consecuencia feroz del yugo y la
ignorancia que nuestra sociedad aún no ha podido evitarles tampoco a los
hombres del campo.
Muchas
de ellas son capaces de emigrar sin más compañía que su imaginación, y llegan a
las ciudades con la esperanza como un fuego interno y el miedo escondido bajo
los zapatos que abandonan con su primer salario. Son mujeres casi siempre muy
jóvenes que están dispuestas a trabajar en cualquier sitio donde estén a salvo
de la autoridad patriarcal y sus arbitrariedades. Mujeres hartas de moler el
maíz y hacer las tortillas, parir los hijos hasta desgastarse y convivir con
golpes y malos tratos a cambio de nada.
Mujeres
que desean tan poco, que se alegran con la libertad para pasearse los domingos
en la Alameda y las tardes de abril por las banquetas más cercanas a su
trabajo. Mujeres que andan buscando un novio menos bruto que los del pueblo,
uno que no les pegue cuando paren niña en vez de niño, que les canten una
canción de Juan Gabriel y les digan mentiras por la ventana antes de
violentarlas sin hablar más y hacerles un hijo a los quince años.
En
muchas mujeres estas nuevas maneras de comportarse tienen detrás la reflexión y
la voluntad de vivir y convivir fuera de lo que hizo famoso a México por el
alarde de sus machos y la docilidad de sus hembras. Entre otras cosas porque
alguna de esta fama era injusta. Yo creo que mujeres briosas y valientes han
existido siempre en nuestro país, sólo que hace medio siglo parte del valor
consistía más que en la rebelión en la paciencia y antes que en la libertad en
el deber de cuidar a otros.
Quizá
uno de los trabajos más arduos de las mujeres mexicanas ha sido la continua
demanda de atención y cuidados que han ejercido sus parejas. Lo que en los
últimos tiempos ha hecho a los hombres más vulnerables, porque como son
bastante incapaces para manejar lo doméstico, basta con abandonarlos a su
suerte cuando se portan mal. Cosa que las mujeres han empezado a hacer con
menos culpa y más frecuencia.
Entre
más aptas son, entre más acceso tienen a la educación y al trabajo, más libres
quedan para querer o detestar a los machos que sus brazos cobijan.
Otra
muestra de preponderancia masculina en la vida familiar ha sido –como en otros
países, no sólo latinoamericanos sino europeos y norteamericanos- la voluntad
de tratar mujeres como animales domésticos a los que puede castigarse con
gritos y muchas veces con golpes. Eso también es algo que cambia en nuestro
país. Cada vez es mayor el número de mujeres que denuncian las arbitrariedades
en su contra y no se quedan a soportarlas como lo hicieran sus antepasadas.
Han
transcurrido ochenta años desde el día en que se tomó la foto del archivo y las
mujeres mexicanas aún hacen la guerra de sus hombres, aún arrastran y cuidan a
sus heridos, aún mantienen a sus borrachos, atestiguan sus borracheras,
escuchan sus promesas y rememoran sus mentiras. Pero ya no rigen sus vidas
según el trote y la magnificencia de los hombres. Aún lloran sus infidelidades,
sosiegan sus fidelidades, pero ya no los despiden y albergan sólo según el
antojo de las inescrutables batallas masculinas.
Quizás
es este el cambio más significativo: las mujeres actuales tienen sus propias
batallas y, cada vez más, hay quienes caminan desatadas, lejos del impecable
designio de un ejército formado por hombres ciegos.
Las
mujeres mexicanas del fin de siglo ya no quieren ni pueden delegar su destino y
sus guerras al imprevisible capricho de los señores, ya ni siquiera gastan las horas
en dilucidar si padecen o no una sociedad dominada por el machismo, ellas no
pierden el tiempo, porque no quieren perder su guerra audaz y apresurada,
porque tienen mucho que andar, porque hace apenas poco que han atisbado la
realidad del sueño dormido en la cabeza de la mujer que ilumina una vieja
estampa con su cuerpo cargado de canastas y balas: para tener un hombre no es
necesario seguirlo a pie y sin replicar.
Suena
bien ¿verdad? Sin embargo, llevar a la práctica tal sentencia no siempre
resulta fácil, agradable, feliz. Por varios motivos. Entre otros, porque las
mujeres que se proponen asumir esta sentencia no fueron educadas para su nuevo
destino y les pesa a veces incluso físicamente ir en su busca: se deshicieron
de una carga, pero han tomado algunas más arduas, por ejemplo enfrentar todos
los días la idea aún generalizada de que las mujeres deben dedicarse a atender
su chiquero, a hablar de sí mismas entre sí mismas, para sí mismas, a llorar su
dolor y su tormenta en el baño de sus casas, en la iglesia, en el teléfono, a
tararear en silencio la canción que les invade el cuerpo como un fuego
destinado a consumirse sin deslumbrar a nadie.
Muchas
veces esta idea aparece incluso dentro de sus adoloridas cabezas, de su colon
irritado, junto con su fiera gastritis cotidiana. O, peor aún, deriva en
repentinas depresiones a las que rige la culpa y el desasosiego que produce la
falta de asidero en quienes supieron desde niñas que no tendrían sino asideros
en la vida.
Sin
ánimo de volver a hacernos las mártires, debemos aceptar cuánto pesa buscarse
un destino distinto al que se previó para nosotras, litigar, ahora ya ni
siquiera frontalmente, dado que los movimientos de liberación femenina han sido
aplacados porque se considera que sus demandas ya fueron satisfechas, con una
sociedad que todavía no sabe asumir sin hostilidad y rencores a quienes
cambian.
Me
preguntaba hace poco un periodista: ¿Por qué a pesar de todo lo logrado, las
mujeres hacen sentir que no han conquistado la igualdad? ¿Qué falta?
Falta
justamente la igualdad, le respondí. ¿Por qué si un hombre tiene un romance
extraconyugal es un afortunado y una mujer en la misma circunstancia es una
piruja? ¿El hombre un ser generoso al que le da el corazón para dos fiebres y
la mujer una cualquiera que no respeta a su marido? ¿Por qué no nos parece
aberrante un hombre de cincuenta años entre las piernas de una adolescente y
nos disgusta y repele la idea de una mujer de treinta y cinco con un muchacho
de veintiséis? ¿Por qué una mujer de cuarenta y cinco empieza a envejecer y un
hombre de cuarenta y cinco está en la edad más interesante de su vida? ¿Por qué
detrás de todo gran hombre hay una gran mujer y detrás de una gran mujer casi
siempre hay un vacío provocado por el horror de los hombre a que los vean
menos? ¿Por qué los esposos de las mujeres jefes de Estado no se hacen cargo de
las instituciones dedicadas al cuidado de los niños? ¿Por qué a nadie se le
ocurre pedirle al esposo de una funcionaria de alto nivel que se adscriba al
voluntariado social? ¿Por qué las mujeres que ni se pintan ni usan zapatos de
tacón son consideradas por las propias mujeres como unas viejas fodongas cuando
todos los hombres andan en zapatos bajos y de cara lavada sintiéndose muy
guapos? ¿Por qué se consideran cualidades masculinas la fuerza y la razón y
cualidades femeninas la belleza y la intuición? ¿Por qué si un hombre puede
embarazar a tres distintas mujeres por semana y una mujer sólo puede
embarazarse una vez cada diez meses, los anticonceptivos están orientados en su
mayoría hacia las mujeres?
Y
puedo seguir: ¿por qué al hacerse de una profesión las mujeres tienen que
actuar como hombres para tener éxito? ¿Por qué los pretextos femeninos –tengo
la regla o mi hijo está enfermo, por ejemplo- no pueden ser usados para fallas
en el trabajo, y los pretextos masculinos –estoy crudo, perdonen ustedes pero
vengo de un tibio lecho, por ejemplo- son siempre aceptados con afecto y
complicidad?
¿Por
qué la libertad sexual a la que accedimos las mujeres ha tenido que manejarse
como la libertad sexual de la que hace siglos disfrutan los hombres? ¿Por qué
las mujeres nos pusimos a hacer el amor sin preguntas cuando cada vez seguía
latente en nuestros cuerpos la pregunta ¿qué es esta maravilla? Y aceptamos sin
más la respuesta que los hombres se dieron tiempo atrás y que a tantos
desfalcos los ha conducido: "este es un misterio, ponte a hacerlo".
Sólo
los poetas han querido librarse de usar esta respuesta para responder a las
múltiples preguntas que los hombres responden con ella, pero los poetas, como
las mujeres, no gozan todavía de mucho prestigio nacional. Prestigio tienen los
misterios, no quienes se empeñan en descifrarlos. Y los misterios, como casi
todo lo prestigioso, los inventaron los hombres. Con ese prestigio nos han entretenido
mucho tiempo. Cuántas veces y desde cuándo nos hemos sentido halagadas al oír
la sentencia patria que dice: la mujer es un misterio.
Y
¿por qué no? La virgen de Guadalupe es un misterio, la Coatlicue es un
misterio, la muerte en un misterio, la mujer debe ser un misterio y las
sociedades sensatas no hurgan en los misterios, sólo los mantienen perfecta y
sistemáticamente sitiados como tales. La virgen de Guadalupe en la basílica, la
Coatlicue en el Museo de Antropología y ¿las mujeres?
Las
mujeres ya no quieren seguir a los hombres a pie y sin replicar. Bueno y vaya,
parece que se nos ha dicho. Y nos hemos subido a los caballos y trabajamos el
doble y hasta nos hemos puesto al frente de nuestras propias batallas.
Por
todo eso, incluso hemos encontrado prestigio y reconocimiento. Sin embargo, aún
no desciframos el misterio. Aún no sabemos bien a bien quiénes somos, mucho
menos sabemos quiénes y cómo son las otras mujeres mexicanas.
La
última tarde que pasé en México, fui a una de las apresuradas compras de
zapatos que siempre doy en hacer antes de salir de viaje. Volvía de una
elegante zona comercial encerrada en mi coche que olía bonito, canturreando una
canción que cantaba en mi tocacintas la hermosa voz de Guadalupe Pineda.
Estaba
contenta. Conmigo, con mis amores, con la idea de viajar, con la vida.
Entonces
me detuvo en un semáforo el rostro espantoso de una mujer que pedía limosna
mientras cargaba a un niño. Estamos acostumbrados a esos encuentros. Sin
embargo, la cara que cayó sobre mí esa tarde era inolvidable de tan fea.
-Debe
estar enferma- me dije-. Y no eres tú. Es ella, es otra mujer. Tú eres una
mujer que vive en otra parte, eres una escritora, una testigo. No la subas a tu
coche, no ensucies tu bien ganada dicha de hoy, no la cargues, déjala en la
esquina con su niño moquiento y sus preguntas que tan poco tienen que ver con
las tuyas. Y corre a terminar tu conferencia sobre la situación actual de las
mujeres mexicanas. Corre a ver si desde tu fortuna tocas algún misterio.
Corrí.
Y aquí estoy después de darle vueltas por dos horas, todavía con la certidumbre
de que no he tocado el misterio.
[Ángeles
Mastretta, Puerto libre. México: Ed. Cal y Arena, 1993. Edición autorizada para
el Proyecto Ensayo Hispánico; versión digital de Carlos Coria-Sánchez]
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