Ángeles Mastretta, "Guiso
feminista"
Hay
quienes piensan que el feminismo es una corriente ideológica, yo creo que es un
instinto. Un instinto que como tantos la humanidad ha escondido entre cortesías
y crueldades hasta no dejar en las mujeres sino un recuerdo casual y placentero
de algo que alguna vez nos tuvo en armonía.
En
busca de tal armonía, las mujeres han sido capaces de inventar bordados
preciosos, de coser tras los balcones como si algo mejor que sus tardes iguales
cupiera en el infinito que se asomaba entre las rejas. Las mujeres ataron sus
deseos a los planos y los acariciaron durante noches largas como días. Las
mujeres cultivaron jardines, jugaron a la moda y al casamiento, se enamoraron
del mar y sus prohibiciones, se desenamoraron de la inmensa playa, cuidaron a
los enfermos, idearon paños y cataplasmas, parieron muchos niños y pastorearon
muchos viejos, pero sobre todo cocinaron.
Si
se pudiera juntar toda la creatividad y la energía que las mujeres han puesto
en la cocina para emplearla, por ejemplo, en conquistar el espacio, hace tiempo
que podríamos pasar los fines de semana en Marte. Pero qué imprecisa y cuánto
más penosa hubiera sido la vida si le quitáramos el tiempo que han pasado las
mujeres en la cocina.
Tanto
han cocinado las mujeres que no siempre estoy segura de qué fue primero, si el
instinto feminista o el culinario. Lo que sí sé es que la combinación de ambos
puede ser fatal.
Una
tarde esta escribiente preparaba café para el señor de la casa y un amigo suyo
que en su anterior encarnación fue intelectual vienés. Mientras los oía
conversar sentados en la sala como los niños que aún son, tuve a bien
preguntarme con disgusto por qué siempre tenía que ser yo la que preparaba el
café, por qué no teníamos turnos, por qué a ellos nunca se les ocurría que
preparar el café no era una labor tan atractiva como para que siempre tuvieran
la amabilidad de permitir que yo la hiciera.
Estaba
yo sintiéndome la mismísima revista Fem cuando la respuesta me llegó con el
chorro de café que debía ir a una taza, debidamente colocada sobre mi brazo.
Grité, maldije, corrí a la sala, como a un hospital, y los intelectuales
convertidos en médicos no encontraron mejor método de salvación, que echarme
encima un chorro de crema Nivea que empezó a hervir al contacto con mi piel
ardiendo.
Han
pasado trece años desde aquella tarde y aún tengo en el brazo la cicatriz que
obtuve por andar queriendo levantarme contra la bien instituida costumbre de
que las mujeres hagan el café y cualquier otra de las cosas que se hacen en la
cocina. Aunque detesto exhibir mi cobardía, viene al caso decir que desde
entonces, cada vez que un mal pensamiento me ataca en la cocina o sus
alrededores, lo empujo hasta mi estudio donde cualquier tesis o demanda
feminista es no sólo aceptada sino bien acogida. Fuera de él y de las largas
sobremesas entre mujeres, la señora de la casa intenta adoptar el nombre de
"Marichu".
Marichu
es una mujer emprendedora y deberosa que cuando toma el cuerpo de otra mujer la
lleva de buen humor a la cocina, a comprar las verduras y la fruta, a escoger
el pescado fresco mirándolo a los ojos y hurgando la piel bajo sus aletas, a
revisar sin horror la carne para que no tenga pellejos, ni esté roja tirando a
negro, sino roja tirando a claro.
Marichu
jamás pondría como botana un queso picado y unas papitas ruffles. Marichu no
repite cada lunes la misma sopa, Marichu sabe guisar costillas de carnero,
pescado a la Morenita, ostines Bienville, pechugas a la Tosca, tortolitas a la
Richelieu, ensalada de abate Constantino, frituras de naranja con hojas de
menta, duraznos a la aranjuez y fresas mailmaison.
Marichu
sabe como ninguna que hay algo en un buen café que está gritando a las claras
que una ama de casa conoce lo que trae entre las manos, pues el café no sale
exquisito por casualidad como creen algunas señoras. Tiene que ser de buena
calidad y estar bien hecho para ser el café que haga exclamar a los invitados
al oído de sus esposas: "Querida, ¿por qué no tenemos café así en nuestra
casa?"
Marichu
es un encanto que algunas feminista quemarían en leña verde, entre otras cosas
porque tampoco resuelve del todo los problemas domésticos. Eso lo saben las
mujeres por cuyos cuerpos ha cruzado Marichu, las consecuencias de su paso no
siempre son las mejores. De repente una mañana que en principio iba a dedicarse
a estudiar neurofarmacología o administración o ciencia política, las invade la
sensación de que en su casa no se come como es debido y de que chueco o derecho
eso tiene que ver con ellas. Entonces abandonan los prácticos y generosos
cuadernos de cocina que alguna vez publicó el ISSSTE y que de tantos problemas
las han sacado, y se entregan al estudio de los libros de cocina que les han
ido regalando sus madres, sus tías, Andrés León, el bazar de Mayorazgo y hasta
ellas mismas. Pasan una hora cambiando la habitual sopa de fideo por una sopa
de sesos y alcachofa, tragan la repugnancia que les provoca leer: los sesos se
limpian muy bien quitando la sangre y la membrana bajo la llave del agua fría.
Luego deciden que basta de bisteces empanizados y cambian a zarzuela de pescado
y mariscos a la Nevada Palace. Al arroz blanco se decide ponerle azafrán y la
lechuga orejona se cambia por unos espárragos frolité. Para terminar, se
guardan los duraznos en almíbar y se prepara una complicada tartaleta de dátil
y malvaviscos. Acto seguido se procede a caer en la cocina tarareando
"Estrellita".
Toda
mujer que pasa por este proceso está siendo tomada por Marichu y le esperan las
emociones más bárbaras. Porque casi al mismo tiempo en que una mujer se
convierte en Marichu, su cónyuge, marido, esposo, compañero o como quiera que
la moda llame al señor de la casa, es tomado por el impredecible Pepón.
Pepón
es un hombre de apariencia sosegada y alma turbulenta que les gruñe a los
perros falderos, que quiere caldo de frijoles cuando hay sopa de almejas y sopa
de hongos cuando hay de habas. Pepón le teme a los experimentos culinarios,
desconfía del instinto femenino, indaga el estado de los manteles, pregunta por
una colección de copas que se rompió en el primer año de vida en común, nunca
encuentra lo que busca en el refrigerador y cambia la obsesión de los maridos
por la política y sus oficinas por una trémula preocupación por el modo en que
se ordenan y deciden las cosas del hogar. Sobra decir que es una calamidad.
Pero de seguro es apenas y lo que Marichu se merece. El marido de la original
Marichu nunca pudo llamarse más que Pepón.
Cuando
la mujer que abandona su libro científico para entrar a la cocina tiene lista
la comida del día en que la poseyó Marichu, el señor de la casa entra
olfateando de manera extraña y en lugar de prender la televisión y no saludar a
los niños, le baja el volumen a la música y amonesta a los niños por haber
enchuecado la nueva litera. Luego los carga y les da vueltas mientras camina
hacia la proverbia Marichu y su eficaz mirada de felicítame. Por supuesto que
no la felicita, pregunta qué huele raro y avisa que invitó a comer a cuatro
amigos. La mujer tomada por Marichu le extiende una sonrisa beatífica. Entonces
pone cuatro cubiertos más y espera que los amigos lleguen, beban sus
aperitivos, coman sus entremeses y pasen a probar la sopa de sesos que salió
muy abundante. Cuando todo esto ha sucedido, Pepón pregunta haciendo un
puchero, ¿de qué es la sopa? Marichu le responde orgullosa y Pepón le recuerda
cuánto detesta las alcachofas. Desencantos como éste cruzan por la pareja
platillo a platillo hasta llegar a la tarta de dátiles. Cuando la enfrenta,
Pepón no puede más y estalla en una colección de frases inconexas.
Sólo
entonces Marichu recuerda la tarde de pasión en que tiró a la basura una
hermosa cesta con dátiles sonorenses regalo de un pretendiente sumiso, para
demostrarle a Peponcito la unicidad de su afecto. Hasta entonces, porque así
son los recovecos de su alma enmudecida, se da cuenta de que una cosa era Pepón
y otra los dátiles, y de que a ella le fascinan los dátiles.
-Pues
los dátiles son una delicia y si no te lo parece será porque tu paladar es
ignorante y cobarde –dice la señora de la casa horrorizando a los cuatro amigos
con un comportamiento tan poco apropiado.
-¿Y
Marichu? –se dice la mujer mirando a Pepón reírse del otro lado de la mesa-. Se
fue Marichu.
-Eres
loca –dice el señor de la casa–. Tú que no comes ni carne acusad a mi paladar
de cobarde. Te apuesto a que o hay duraznos en almíbar.
-Hay
duraznos en almíbar, marca Hérdez y marca La Torre, con hueso y sin hueso, ¿de
cuáles quieres?
-De
los que tú quieras mi vida, preciosa, teórica maravillosa.
¿Y
Pepón? Se fue Pepón. Siempre que Marichu desaparece, Pepón se va también a otra
casa porque sabe muy bien los peligros que correría quedándose a perturbar las
costumbres y los guisos con los que la científica lo cobija a diario. Pepón se
va y en su lugar deja a un señor al lado del cual la vida con sus trabajos y
deliberaciones, su generosidad y su inclemencia, parece menos ardua.
[Ángeles Mastretta. "El guiso
feminista." Puerto libre. México: Ed. Cal y Arena, 1993. Pp. 89-93.
Edición autorizada para el Proyecto Ensayo Hispánico; versión digital de Carlos
Coria-Sánchez. "Guiso feminista" apareció con el nombre de "La
cocina de Marichu" en la revista NEXOS]
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