Vicente Fatone, "KANT, PROFESOR
DE GEOGRAFÍA"
Alguna
vez Kant confesó que ante la mesa de trabajo donde todos los días le reclamaban
la primera sumisión sintió generosas ansias de fuga. La exposición de las ideas
ajenas, la construcción de su propio pensamiento, eran una gran aventura, pero
no una fuga. El cuadro rígido de las categorías del entendimiento, el
imperativo moral, eran el molde y el hilo con el que iba "tejiendo el
sueño" de su vida. Sus propias palabras dicen, pues, que la suya era la
quieta aventura del tejedor; grande, sí, como la aventura de los cielos
estrellados, en los que otra vez buscaría un cotejo para su imperativo moral;
pero las generosas ansias de fuga eran hacia otra aventura, más sensible, más
humilde: la del viaje.
Ya
en la vejez, después de haber sostenido durante treinta años que sin el
conocimiento sensible del mundo el hombre queda como limitado, el filósofo de
Koenigsberg se resignó y dijo que ese conocimiento podía obtenerse hasta sin
viajar. La ciudad donde pocos años más tarde moriría —la misma donde había nacido—
tenía un puerto y un río por donde pasaban, lentos, barcos cuyos tripulantes
hablaban otras lenguas y tenían otras costumbres. También Koenigsberg era sitio
propicio para el conocimiento del mundo. Hasta sin viajar; también Koenigsberg.
Pero a pesar de ello, esperaba con avidez las cartas de Alejandro de Humboldt,
viajero de quien todo el mundo "estaba como en suspenso"; y seguía
hojeando las láminas de Blumenbach, que le mostraban animales raros: el cóndor,
el colibrí, el perezoso, animales de América; y releía libros de aventuras en
China, en el Labrador, en Nueva Holanda; y reproducía con el índice, en sus
mapas, los itinerarios de Magallanes y de Cook.
De
todo eso había estado hablando durante más de treinta años; y al publicar la
"Antropología" quiso dejar constancia de que había tenido otra vida,
además de la de sus "Críticas", y de que esa vida había sido
hermosamente inútil para su gloria de filósofo. Treinta años dedicado a hablar
de este mundo, del humilde mundo sensible que estamos obligados a conocer,
porque "es en él donde realizaremos nuestra obra". Y en el prólogo de
aquella "Antropología" se acordó, en sobrias líneas, del público no
docto que había creído conveniente asistir a sus clases de geografía, y de su
manuscrito, ilegible para todos, donde se habían amontonado y ordenado las
anotaciones más heterogéneas.
Pero
de esas clases tomaron apuntes, ávidamente, los alumnos; y así se reunieron
tres manuscritos, que el mismo Kant habría revisado, y con los cuales se
procedió a la edición de una "Geografía física", la más larga
constancia de la vida del genio: 3000 páginas, en donde se habla de la viejita
americana que a los 175 años de edad se conservaba lúcida, de los buzos que
descienden al fondo del mar en busca de tesoros; en donde se describe ese
monstruo —"bastante dudoso"— que se llama serpiente marina; en donde
se habla de los subterráneos de París, recorridos por aquellos dos frailes que
nunca regresaron (los cadáveres fueron encontrados, pero a uno de ellos le
había sido arrebatada una mano); en donde se habla de las absurdas formas
atribuídas a la tierra y se hace historia de los relojes para navegantes y se
explican las tempestades, y en donde el nombre de Magallanes cobra mayor
dignidad que el de Hume.
Para
su público, más fácil —y en esos momentos más próximo— que el de los aspirantes
al doctorado, habló en el tono de la anécdota, de lo insólito, de lo absurdo y
del disparate. Y por eso pudo decirse que Kant fué un expositor entretenido y
que sus clases eran un "verdadero pasatiempo". Nadie se atrevería a
sospecharlo abriendo la "Crítica de la razón pura"; cualquiera lo
comprende abriendo su "Geografía física".
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*
Pero
interesará, seguramente, a los americanos saber qué decía a su auditorio sobre
el Nuevo Mundo el filósofo de Koenigsberg. América era para Kant el continente
somnoliento. Lo demostraba el hecho de que los animales fuesen allí más débiles
e imperfectos que en otras zonas de la Tierra. El perezoso, animal deficiente,
permitía asegurar que de América era propia la forma más mezquina, el último
grado de la vida "en carne y sangre". El perezoso —¿no habían visto
sus oyentes las láminas de Blumenbach?— era la prueba de que en América el
impulso de la vida estaba como dormido, sin desarrollo, sin fuerzas.
Y
esto que de los animales decía lo decía también de los hombres. Invocaba, para
fundar su juicio (¡qué tremenda esta palabra en el pensamiento de Kant!), los
relatos de los "testigos oculares". ¿No habían ellos comparado la
lentitud de los indígenas con la lentitud de las plantas? También el hombre
estaba en América dormido, como el perezoso. El indígena era incapaz de todo
esfuerzo espiritual y físico. ¿Pruebas? Muchas, ofrecidas por los
"observadores". Los indígenas eran tan poco propensos al esfuerzo que
la simple tarea de cortar un árbol les exigía un año; y en la construcción de
una barca procedían con tanta somnolencia que, terminada la obra, la barca era
inútil, porque la madera estaba podrida; y era imposible que construyesen una
casa, porque cuando ponían la última parte del techo la primera se derrumbaba.
¿Y en el orden del espíritu? Excepto los peruanos y los mejicanos, los
indígenas no sabían contar siquiera hasta tres, y para expresar
"muchos" se mesaban los cabellos. Sin sentido del futuro, sin vida de
la esperanza, incapaces de toda abstracción, se necesitaba mucha filosofía para
creer que realmente fuesen hombres. Esta es la conclusión, inesperada en Kant,
el prudente. Pero, ¿los mismos peruanos no se llevaban a la boca cuanto se les
ofrecía?
Claro
que América tenía el cóndor —"el elefante de los pájaros"—, que
cuando desciende a la tierra ensordece a los hombres con el estrépito de sus
alas; y como contraste, el colibrí, el más pequeño de los pájaros, cuyos huevos
diminutos son del tamaño de un guisante, y cuyas alas, rapidísimas, lo
transportan a una velocidad que lo hace apenas visible. Sin embargo, el
perezoso... El perezoso era como el símbolo de toda la vida de América.
* *
*
Kant
tuvo, para la confesión de estas fugas, la técnica sensacionalista. Al
descubrir los horrores de Centro América (los mosquitos que se arrojan en nubes
sobre las lámparas y las extinguen; las ratas que se llevan las velas
encendidas y van contagiando fuego a las paredes y los muebles, sin dejar al
blanco posibilidad de huída, porque afuera aguardan las serpientes), ensayó el
género guiñolesco, como cuando describió a su auditorio los fríos de Siberia,
donde el acero de las hachas, si se intentaba cortar leña, partíase como
vidrio, y donde los vapores de la respiración y de la transpiración envolvían a
los hombres en una atmósfera densa que se convertía en escarcha. Y así contó la
historia —pero ahora convenía advertir que la historia no merecía crédito— del
hombre que se sumergió en el mar y vivió allí cinco días alimentándose de
peces.
Pero,
de pronto, el profesor hacía una pausa, e inclinando tal vez la cabeza decía
que de tal ciudad a tal otra había una diferencia de dos horas, cuarenta y
cuatro minutos, 29 segundos, "o sea dos horas y tres cuartos menos medio
minuto". Y si enseguida explicaba el Euripo, donde, según la tradición,
Aristóteles, incapaz de explicar tan sencillo misterio, se había arrojado en busca
de la muerte, el autor de la "Crítica de la razón práctica" declara
que esa muerte fue muy justa, porque aquel griego, tan favorecido por la
naturaleza, demostró ser como un niño malcriado que rompe una amistad porque
después de haberle dado toda la confianza posible le guardan un pequeño
secreto.
De
estas cosas habló Kant treinta años, pero no al azar. El mismo absurdo, el
disparate, por ser propios del mundo o del hombre que vive en el mundo, se
sometían a la dirección de una idea, de un principio, se subordinaba. En esto
último consiste un sistema, recuerda Kant en el prólogo de su "Geografía
física". Y a pesar de todas las fugas se ha señalado justamente en Kant al
primer sistematizador de la enseñanza de la geografía en las universidades
alemanas. Para él, enseñar geografía significaba enseñar a conocer "el
gran laboratorio de la naturaleza, sus instrumentos, sus tentativas". Sin
conocimientos geográficos, el hombre quedaba como limitado; con ellos descubría
que más allá de todas las diferencias era "hijo de la naturaleza".
Nada cultiva y forma mejor el buen sentido de los hombres, insiste Kant. En el
conocimiento de la geografía era necesario buscar la explicación de la amplitud
del espíritu francés, y también en ese conocimiento había que buscar la
explicación de la credulidad de los ingleses. Los ingleses —decía Kant en sus
clases— son crédulos, pero no simples: son crédulos porque han visto tantas
cosas maravillosas que ya para ellos nada es imposible. Y en estas palabras el
filósofo ponía la justificación de sí mismo y de su prolongada infancia.
[Publicado
originalmente bajo el seudónimo de Carlos Renzi en La Nación, 26 de marzo de
1939. Edición preparada por Ricardo Laudato]
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