lunes, 8 de junio de 2015

31. Michel de Montaigne. Como el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando los verdaderos la faltan


Michel de Montaigne. Como el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando los verdaderos la faltan

Un noble francés, extremadamente propenso al mal de gota, a quien los médicos habían prohibido rigorosamente que comiera carnes saladas, acostumbraba a reponer, bromeando, al precepto facultativo: «Menester es que yo encuentre a mano alguna causa a que achacar mi alma; maldiciendo unas veces de las salchichas y otras de la lengua de vaca y del jamón, parece que me siento más aliviado.
De la propia suerte que cuando alzamos el brazo para sacudir un golpe, nos ocasiona dolor el que no encuentre materia con que tropezar, dar el golpe en vago, y así como para que la vista de un panorama sea agradable, es necesario que no esté perdido ni extraviado en la vaguedad del aire, sino que
se encuentre situado en lugar conveniente: Ventus ut amittit vires, nisi robore densae ocurrant silvae, spatio difusus inani. De igual modo parece que el alma, quebrantada y conmovida, se extravía en sí misma si no se la proporciona objeto determinado; precisa en toda ocasión procurarla algún fin en el cual se ejercite. Plutarco dice, refiriéndose a los que tienen cariño a los perrillos y a las monas, que la parte afectiva que existe en todos los humanos, falta de objeto adecuado, antes que permanecer ociosa se forja cualquiera, por frívolo que sea. Vemos pues, que nuestra alma antes se engaña a si misma enderezándose a un objeto frívolo o fantástico, indigno de su alteza, que permanece ociosa. Así los animales llevados de su furor, se revuelven contra la piedra o el hierro que los ha herido, y se vengan a dentelladas sobre su propio cuerpo, del daño que recibieron: Pannoni, haud aliter post ictum saevior ursa. Y como el viento pierde sus fuerzas si las espesas selvas no irritan su furor, disipándose en la vaguedad del aire. cui jaculum parva Lihys amentavit habena,
se rolat in vulnus, telumque irata receptum impetit, et secum fugientem circuit hastam.
¿A cuántas causas no achacamos los males que nos acontecen? ¿En qué no nos fundamos, con razón o sin ella, para dar con algo con qué chocar? No son las rubias trenzas que desgarras, ni la blancura de ese pecho que despiadada, golpeas, los que han perdido al hermano querido a quien lloras; busca en otra parte la causa de tus quejas. Hablando Tito Livio del ejército romano que peleaba en España después de la pérdida de los dos hermanos, los grandes capitanes, dice: flere omnes repente el offensare capita. El filósofo Bión habla de un rey a quien la pena hizo arrancarse los cabellos; y añade bromeando: «Pensaba, acaso, que la calvicie aligera el dolor.» ¿Quién no ha visto mascar y tragar las cartas o los dados a muchos que perdieron en el juego su dinero? Jerjes azotó al mar, y escribió un cartel de desafío al monte Atos. Ciro ocupó todo un ejército durante varios días en vengarse del río Gindo, por el temor que había experimentado al cruzarlo.
Calígula demolió una hermosa vivienda por el placer que su madre había en ella disfrutado.
Los campesinos decían cuando yo era mozo que el rey de una nación vecina, habiendo recibido de Dios una tunda de palos, juró vengarse de tal ofensa; para ello ordenó que durante diez años ni se rezase ni se hablase del Criador, y si a tanto alcanzaba su autoridad, que tampoco se creyese en él.
Con todo lo cual quería mostrarse, no tanto la estupidez como la vanidad pertinente a la nación a que se achacaba el cuento; ambos son siempre defectos que marchan a la par, aunque tales actos tienen quizás más de fanfarronería que de estupidez. César Augusto, habiendo sido sorprendido por una tormenta en el mar, desafió, al dios Neptuno, y en medio de la pompa de los juegos circenses, hizo que quitaran su imagen de la categoría. Así la osa de Panonia más feroz después de herida, se repliega, y furiosa quiere morder el acero que la desgarra, persiguiéndolo y dando vueltas con él, que cada cual comenzó de repente a llorar y a golpearse la cabeza que le pertenecía entre los demás dioses para vengarse de sus iras, en lo cual

es menos excusable que los primeros, y menos aun cuando, habiendo perdido una batalla bajo el mando de Quintino Varo en Alemania, de desesperación y cólera golpeaba su cabeza contra la muralla, gritando: «Varo, devuélveme mil legiones!» Los primeros se dirigían al propio Dios o a la fortuna, como si ésta tuviera oídos para escucharlos, a ejemplo de los tracios que, cuando traería, o relampaguea, arrojan flechas al cielo para calmar las iras de la naturaleza. En fin, como dice este antiguo poeta en un pasaje de Plutarco: Point ne se fault courroacer aux affaires; il ne no leur chault de toutes nos choleres. Nunca acabaríamos de escribir vituperios contra los desórdenes de nuestro espíritu.

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