Michel
de Montaigne. Como el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando
los verdaderos la faltan
Un noble francés,
extremadamente propenso al mal de gota, a quien los médicos habían prohibido rigorosamente
que comiera carnes saladas, acostumbraba a reponer, bromeando, al precepto
facultativo: «Menester es que yo encuentre a mano alguna causa a que achacar mi
alma; maldiciendo unas veces de las salchichas y otras de la lengua de vaca y
del jamón, parece que me siento más aliviado.
De la propia suerte que
cuando alzamos el brazo para sacudir un golpe, nos ocasiona dolor el que no
encuentre materia con que tropezar, dar el golpe en vago, y así como para que
la vista de un panorama sea agradable, es necesario que no esté perdido ni
extraviado en la vaguedad del aire, sino que
se encuentre situado en
lugar conveniente: Ventus ut amittit vires, nisi robore densae ocurrant silvae,
spatio difusus inani. De igual modo parece que el alma, quebrantada y conmovida,
se extravía en sí misma si no se la proporciona objeto determinado; precisa en
toda ocasión procurarla algún fin en el cual se ejercite. Plutarco dice,
refiriéndose a los que tienen cariño a los perrillos y a las monas, que la
parte afectiva que existe en todos los humanos, falta de objeto adecuado, antes
que permanecer ociosa se forja cualquiera, por frívolo que sea. Vemos pues, que
nuestra alma antes se engaña a si misma enderezándose a un objeto frívolo o
fantástico, indigno de su alteza, que permanece ociosa. Así los animales
llevados de su furor, se revuelven contra la piedra o el hierro que los ha
herido, y se vengan a dentelladas sobre su propio cuerpo, del daño que
recibieron: Pannoni, haud aliter post ictum saevior ursa. Y como el viento pierde
sus fuerzas si las espesas selvas no irritan su furor, disipándose en la
vaguedad del aire. cui jaculum parva Lihys amentavit habena,
se rolat in vulnus,
telumque irata receptum impetit, et secum fugientem circuit hastam.
¿A cuántas causas no
achacamos los males que nos acontecen? ¿En qué no nos fundamos, con razón o sin
ella, para dar con algo con qué chocar? No son las rubias trenzas que
desgarras, ni la blancura de ese pecho que despiadada, golpeas, los que han
perdido al hermano querido a quien lloras; busca en otra parte la causa de tus
quejas. Hablando Tito Livio del ejército romano que peleaba en España después
de la pérdida de los dos hermanos, los grandes capitanes, dice: flere omnes
repente el offensare capita. El filósofo Bión habla de un rey a quien la pena
hizo arrancarse los cabellos; y añade bromeando: «Pensaba, acaso, que la
calvicie aligera el dolor.» ¿Quién no ha visto mascar y tragar las cartas o los
dados a muchos que perdieron en el juego su dinero? Jerjes azotó al mar, y
escribió un cartel de desafío al monte Atos. Ciro ocupó todo un ejército
durante varios días en vengarse del río Gindo, por el temor que había
experimentado al cruzarlo.
Calígula demolió una
hermosa vivienda por el placer que su madre había en ella disfrutado.
Los campesinos decían
cuando yo era mozo que el rey de una nación vecina, habiendo recibido de Dios
una tunda de palos, juró vengarse de tal ofensa; para ello ordenó que durante
diez años ni se rezase ni se hablase del Criador, y si a tanto alcanzaba su
autoridad, que tampoco se creyese en él.
Con todo lo cual quería
mostrarse, no tanto la estupidez como la vanidad pertinente a la nación a que
se achacaba el cuento; ambos son siempre defectos que marchan a la par, aunque
tales actos tienen quizás más de fanfarronería que de estupidez. César Augusto,
habiendo sido sorprendido por una tormenta en el mar, desafió, al dios Neptuno,
y en medio de la pompa de los juegos circenses, hizo que quitaran su imagen de
la categoría. Así la osa de Panonia más feroz después de herida, se repliega, y
furiosa quiere morder el acero que la desgarra, persiguiéndolo y dando vueltas
con él, que cada cual comenzó de repente a llorar y a golpearse la cabeza que
le pertenecía entre los demás dioses para vengarse de sus iras, en lo cual
es menos excusable que
los primeros, y menos aun cuando, habiendo perdido una batalla bajo el mando de
Quintino Varo en Alemania, de desesperación y cólera golpeaba su cabeza contra
la muralla, gritando: «Varo, devuélveme mil legiones!» Los primeros se dirigían
al propio Dios o a la fortuna, como si ésta tuviera oídos para escucharlos, a
ejemplo de los tracios que, cuando traería, o relampaguea, arrojan flechas al
cielo para calmar las iras de la naturaleza. En fin, como dice este antiguo
poeta en un pasaje de Plutarco: Point ne se fault courroacer aux affaires; il
ne no leur chault de toutes nos choleres. Nunca acabaríamos de escribir
vituperios contra los desórdenes de nuestro espíritu.
que quiere decir
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