José
Ortega y Gasset "La idea de las generaciones"
Lo que más importa a un
sistema científico es que sea verdadero. Pero la exposición de un sistema
científico impone a éste una nueva necesidad: además de ser verdadero es
preciso que sea comprendido. No me refiero ahora a las dificultades que el
pensamiento abstracto, sobre todo si innova, opone a la mente, sino a la
comprensión de su tendencia profunda, de su intención ideológica, pudiera
decirse, de su fisonomía.
Nuestro pensamiento
pretende ser verdadero; esto es, reflejar con docilidad lo que las cosas son.
Pero sería utópico y, por lo tanto, falso suponer que para lograr su pretensión
el pensamiento se rige exclusivamente por las cosas, atendiendo sólo a su
contextura. Si el filósofo se encontrase solo ante los objetos, la filosofía
sería siempre una filosofía primitiva. Mas junto a las cosas, halla el
investigador los pensamientos de los demás, todo el pasado de meditaciones
humanas, senderos innumerables de exploraciones previas, huellas de rutas
ensayadas al través de la eterna selva problemática que conserva su virginidad,
no obstante su reiterada violación.
Todo ensayo filosófico
atiende, pues, dos instancias: lo que las cosas son y lo que se ha pensado
sobre ellas. Esta colaboración de las meditaciones precedentes le sirve, cuando
menos, para evitar todo error ya cometido y da a la sucesión de los sistemas un
carácter progresivo.
Ahora bien: el
pensamiento de una época puede adoptar ante lo que ha sido pensado en otras
épocas dos actitudes contrapuestas —especialmente respecto al pasado inmediato,
que es siempre el más eficiente, y lleva en sí infartado, encapsulado, todo el
pretérito—. Hay, en efecto, épocas en las cuales el pensamiento se considera a
sí mismo como desarrollo de ideas germinadas anteriormente, y épocas que
sienten el inmediato pasado como algo que es urgente reformar desde su raíz.
Aquéllas son épocas de filosofía pacífica; éstas son épocas de filosofía
beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su radical superación.
Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por "nuestra
época" no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.
Cuando el pensamiento
se ve forzado a adoptar una actitud beligerante contra el pasado inmediato, la
colectividad intelectual queda escindida en dos grupos. De un lado, la gran
masa mayoritaria de los que insisten en la ideología establecida; de otro, una
escasa minoría de corazones de vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo
lejos zonas de piel aún intacta. Esta minoría vive condenada a no ser bien
entendida: los gestos que en ella provoca la visión de los nuevos paisajes no
pueden ser rectamente interpretados por la masa de retaguardia que avanza a su
zaga y aún no ha llegado a la altitud desde la cual la terra incognita se otea.
De aquí que la minoría de avanzada viva en una situación de peligro ante el
nuevo territorio que ha de conquistar el vulgo retardatario que hostiliza a su
espalda. Mientras edifica lo nuevo, tiene que defenderse de lo viejo, manejando
a un tiempo, como los reconstructores de Jerusalén, la azada y el asta.
Esta discrepancia es
más honda y esencial de lo que suele creerse. Trataré de aclarar en qué
sentido.
Por medio de la
historia intentamos la comprensión de las variaciones que sobrevienen en el
espíritu humano. Para ello necesitamos primero advertir que esas variaciones no
son de un mismo rango. Ciertos fenómenos históricos dependen de otros más
profundos, que, por su parte, son independientes de aquéllos. La idea de que
todo influye en todo, de que todo depende de todo, es una vaga ponderación
mística, que debe repugnar a quien desee resueltamente ver claro. No; el cuerpo
de la realidad histórica posee una anatomía perfectamente jerarquizada, un
orden de subordinación, de dependencia entre las diversas clases de hechos.
Así, las transformaciones de orden industrial o político son poco profundas;
dependen de las ideas, de las preferencias morales y estéticas que tengan los
contemporáneos. Pero a su vez, ideología, gusto y moralidad no son más que
consecuencias o especificaciones de la sensación radical ante la vida, de cómo
se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos
"sensibilidad vital" es el fenómeno primario en historia y lo primero
que habríamos de definir para comprender una época.
Sin embargo, cuando la
variación de la sensibilidad se produce sólo en algún individuo, no tiene
trascendencia histórica. Han solido disputar sobre el área de la filosofía de
la historia dos tendencias, que, a mi juicio, y sin que yo pretenda ahora
desarrollar la cuestión son parejamente erróneas. Ha habido una interpretación
colectivista y otra individualista de la realidad histórica. Para aquélla, el
proceso sustantivo de la historia es obra de las muchedumbres difusas; para
ésta, los agentes históricos son exclusivamente los individuos. El carácter
activo, creador de la personalidad, es, en efecto, demasiado evidente para que
pueda aceptarse la imagen colectivista de la historia. Las masas humanas son
receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida
personal e iniciadora Mas, por otra parte, el individuo señero es una
abstracción. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad
egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No
cabe, pues, separar los "héroes" de las masas. Se trata de una
dualidad esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de
su evolución, ha sido siempre una estructura funcional, en que los hombres más
enérgicos —cualquiera que sea la forma de esta energía— han operado sobre las
masas, dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad
básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar. Un individuo
absolutamente heterogéneo a la masa no produciría sobre ésta efecto alguno; su
obra resbalaría sobre el cuerpo social de la época sin suscitar en él la menor
reacción; por tanto, sin insertarse en el proceso general histórico. En varia
medida ha acontecido esto no pocas veces, y la historia debe anotar al margen
de su texto principal la biografía de esos hombres "extravagantes".
Como todas las demás disciplinas biológicas, tiene la historia un departamento
destinado a los monstruos: una teratología.
Las variaciones de la
sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de
generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente
una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su
muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una
trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e
individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el
gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos.
Una generación es una
variedad humana, en el sentido riguroso que dan a este término los
naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos
caracteres típicos, que les prestan fisonomía común, diferenciándolos de la
generación anterior. Den de ese marco de identidad pueden ser los individuos
del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos junto
a los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten a veces como antagonistas.
Pero bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre
fácilmente la mirada una común filigrana. Unos y otros son hombres de su
tiempo, y por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario
y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquiera
de ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a
una misma especie, y en nosotros, negros o blancos, se inicia otra distinta.
Más importante que los
antagonismos del pro y el anti, dentro del ámbito de una generación, es la
distancia permanente entre los individuos selectos y los vulgares. Frente a las
doctrinas al uso que silencian o niegan esta evidente diferencia de rango
histórico entre unos y otros hombres, se sentiría uno justamente incitado a
exagerarla. Sin embargo, esas mismas diferencias de talla suponen que se
atribuye a los individuos un mismo punto de partida, una línea común sobre la
cual se elevan unos más, otros menos, y viene a representar el papel que el
nivel del mar en topografía. Y, en efecto, cada generación representa una
cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera
determinada. Si tomamos en su conjunto la evolución de un pueblo, cada una de
sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una
pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía
peculiar, única; es un latido impermutable en la serie del pulso, como lo es
cada nota en el desarrollo de una melodía. Parejamente podemos imaginar a cada
generación bajo la especie de un proyectil biológico (1), lanzado al espacio en
un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. De una y
otra participan tanto sus elementos más valiosos como los más vulgares.
Mas con todo esto,
claro es, no hacemos sino construir figuras o pintar ilustraciones que nos
sirven para destacar el hecho verdaderamente positivo, donde la idea de
generación confirma su realidad. Es ello simplemente que las generaciones nacen
unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la
existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena
de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido —ideas,
valoraciones, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, dejar fluir su
propia espontaneidad. Su actitud no puede ser la misma ante lo propio que ante
lo recibido. Lo hecho por otros, ejecutado, perfecto, en el sentido de
concluso, se adelanta hacia nosotros con una unción particular: aparece como
consagrado, y, puesto que no lo hemos labrado nosotros, tendemos a creer que no
ha sido obra de nadie, sino que es la realidad misma. Hay un momento en que las
ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres
determinados, sino la verdad misma, anónimamente descendida sobre la tierra. En
cambio, nuestra sensibilidad espontánea, lo que vamos pensando y sintiendo de
nuestro propio peculio, no se nos presenta nunca concluido, completo y rígido,
como una cosa definitiva, sino que es una fluencia íntima de materia menos
resistente. Esta desventaja queda compensada por la mayor jugosidad y
adaptación a nuestro carácter, que tiene siempre lo espontáneo.
El espíritu de cada
generación depende de la ecuación que esos dos ingredientes formen, de la
actitud que ante cada uno de ellos adopte la mayoría de sus individuos. ¿Se
entregará a lo recibido, desoyendo las íntimas voces de lo espontáneo? ¿Será
fiel a éstas e indócil a la autoridad del pasado? Ha habido generaciones que
sintieron una suficiente homogeneidad entre lo recibido y lo propio. Entonces se
vive en épocas cumulativas. Otras veces han sentido una profunda heterogeneidad
entre ambos elementos, y sobrevinieron épocas eliminatorias y polémicas,
generaciones de combate. En las primeras, los nuevos jóvenes, solidarizados con
los viejos, se supeditan a ellos: en la política, en la ciencia, en las artes
siguen dirigiendo los ancianos. Son tiempos de viejos. En las segundas, como no
se trata de conservar y acumular, sino de arrumbar y sustituir, los viejos
quedan barridos por los mozos. Son tiempos de jóvenes, edades de iniciación y
beligerancia constructiva.
Este ritmo de épocas de
senectud y épocas de juventud es un fenómeno tan patente a lo largo de la
historia, que sorprende no hallarlo advertido por todo el mundo. La razón de
esta inadvertencia está en que no se ha intentado aún formalmente la
instauración de una nueva disciplina científica, que podría llamarse
metahistoria, la cual sería a las historias concretas lo que es la fisiología a
la clínica. Una de las más curiosas investigaciones metahistóricas consistiría
en el descubrimiento de los grandes ritmos históricos. Porque hay otros no
menos evidentes y fundamentales que el antedicho; por ejemplo, el ritmo sexual.
Se insinúa, en efecto, una pendulación en la historia de épocas sometidas al influjo
predominante del varón a épocas subyugadas por la influencia femenina. Muchas
instituciones, usos, ideas, mitos, hasta ahora inexplicados, se aclaran de
manera sorprendente cuando se cae en la cuenta de que ciertas épocas han sido
regidas, modeladas por la supremacía de la mujer. Pero no es ahora ocasión
adecuada para internarse en esta cuestión.
(1) Los términos
"biología, biológico" se usan en este libro —cuando no se hace
especial salvedad— para designar la ciencia de la vida, entendiendo por ésta una
realidad con respecto a la cual las diferencias entre alma y cuerpo son
secundarias.
[Este ensayo,
"Idea de las generaciones", es la primera parte de El tema de nuestro
tiempo, 1923]
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