Pedro Henríquez Ureña "PATRIA DE
LA JUSTICIA"
Nuestra
América corre sin brújula en el turbio mar de la humanidad contemporánea. ¡Y no
siempre ha sido así! Es verdad que nuestra independencia fue estallido súbito,
cataclismo natural: no teníamos ninguna preparación para ella. Pero es inútil
lamentarlo ahora: vale más la obra prematura que la inacción; y de todos modos,
con el régimen colonial de que llevábamos tres siglos, nunca habríamos
alcanzado preparación suficiente: Cuba y Puerto Rico son pruebas. Y con todo,
Bolívar, después de dar cima a su ingente obra de independencia, tuvo tiempo de
pensar, con el toque genial de siempre, los derroteros que debíamos seguir en
nuestra vida de naciones hasta llegar a la unidad sagrada. Paralelamente, en la
campaña de independencia, o en los primeros años de vida nacional, hubo hombres
que se empeñaron en dar densa sustancia de ideas a nuestros pueblos: así,
Moreno y Rivadavia en la Argentina.
Después
. . . Después se desencadenó todo lo que bullía en el fondo de nuestras
sociedades, que no eran sino vastas desorganizaciones bajo la apariencia de
organización rígida del sistema colonial. Civilización contra barbarie, tal fue
el problema, como lo formuló Sarmiento. Civilización o muerte, eran las dos
soluciones únicas, como las formulaba Hostos. Dos estupendos ensayos para poner
orden en el caos contempló nuestra América, aturdida, poco después de mediar el
siglo XIX: el de la Argentina, después de Caseros, bajo la inspiración de dos
adversarios dentro una sola fe, Sarmiento y Alberdi, como jefes virtuales de
aquella falange singular de activos hombres de pensamiento; el de México con la
Reforma, con el grupo de estadistas, legisladores y maestros, a ratos convertidos
en guerreros, que se reunió bajo la terca fe patriótica y humana de Juárez.
Entre tanto, Chile, único en escapar a estas hondas convulsiones de
crecimiento, se organizaba poco a poco, atento a la voz magistral de Bello. Los
demás pueblos vegetaron en pueril inconsciencia o padecieron bajo afrentosas
tiranías o agonizaron en el vértigo de las guerras fratricidas: males pavorosos
para los cuales nunca se descubría el remedio. No faltaban intentos
civilizadores, tales como en el Ecuador las campañas de Juan Montalvo en
periódico y libro, en Santo Domingo la prédica y la fundación de escuelas, con
Hostos y Salomé Ureña; en aquellas tierras invadidas por la cizaña, rendían
frutos escasos; pero ellos nos dan la fe: ¡no hay que desesperar de ningún pueblo
mientras haya en él diez hombres justos que busquen el bien!
Al
llegar el siglo XX, la situación se define, pero no mejora: los pueblos
débiles, que son los más en América, han ido cayendo poco a poco en las redes
del imperialismo septentrional, unas veces sólo en la red económica, otros en
doble red económica y política; los demás, aunque no escapan del todo al
mefítico influjo del Norte, desarrollan su propia vida ‑en
ocasiones como ocurre en la Argentina, con esplendor material no exento de las
gracias de la cultura. Pero, en los unos como en los otros, la vida nacional se
desenvuelve fuera de toda dirección inteligente: por falta de ella no se ha
sabido evitar la absorción enemiga; por falta de ella, no se atina a dar
orientación superior a la existencia próspera. En la Argentina, el desarrollo
de la riqueza, que nació con la aplicación de las ideas de los hombres del 52,
ha escapado a todo dominio; enorme tren, de avasallador impulso, pero sin
maquinista . . . Una que otra excepción, parcial, podría mencionarse: el
Uruguay pone su orgullo en enseñarnos unas cuantas leyes avanzadas; México,
desde la Revolución de 1910, se ha visto en la dura necesidad de pensar sus
problemas: en parte, ha planteado los de distribución de la riqueza y de la
cultura, y a medias y a tropezones ha comenzado a buscarles solución; pero no
toca siquiera a uno de los mayores: convertir al país de minero en agrícola,
para echar las bases de la existencia tranquila, del desarrollo normal, libre
de los aleatorios caprichos del metal y del petróleo.
Si
se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de
estado, piénsese en la opinión que expresaría cualquiera de nuestros supuestos
estadistas si se le dijese que la América española debe tender hacia la unidad
política. La idea le parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La
denominaría, creyendo haberla herido con flecha destructora, una utopía.
Pero
la palabra utopía, en vez de flecha destructora, debe ser nuestra flecha de
anhelo. Si en América no han de fructificar las utopías, ¿dónde encontrarán
asilo? Creación de nuestros abuelos espirituales del Mediterráneo, invención
helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida
mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción
sobre los espíritus superiores de Europa; pero siempre tropezó allí con la
maraña profusa de seculares complicaciones: todo intento para deshacerlas, para
sanear siquiera con gotas de justicia a las sociedades enfermas, ha significado
‑significa todavíaconvulsiones de
largos años, dolores incalculables.
La
primera utopía que se realizó sobre la Tierra ‑así
lo creyeron los hombres de buena voluntad‑
fue la creación de los Estados Unidos de América: reconozcámoslo lealmente.
Pero a la vez meditemos en el caso ejemplar: después de haber nacido de la
libertad, de haber sido escudo para las víctimas de todas las tiranías y espejo
para todos los apóstoles del ideal democrático, y cuando acababa de pelear su
última cruzada, la abolición de la esclavitud, para librarse de aquel
lamentable pecado, el gigantesco país se volvió opulento y perdió la cabeza; la
materia devoró al espíritu; y la democracia que se había constituido para bien
de todos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el
que fue arquetipo de libertad, es uno de los países menos libres del mundo.
¿Permitiremos
que nuestra América siga igual camino? A fines del siglo XIX lanzó el grito de
alerta el último de nuestros apóstoles, el noble y puro José Enrique Rodó: nos
advirtió que el empuje de las riquezas materiales amenazaba ahogar nuestra
ingenua vida espiritual; nos señaló el ideal de la magna patria, la América
española. La alta lección fue oída; con todo, ella no ha bastado, para
detenernos en la marcha ciega. Hemos salvado, en gran parte, la cultura,
especialmente en los pueblos donde la riqueza alcanza a costearla; el
sentimiento de solidaridad crece; pero descubrimos que los problemas tienen
raíces profundas.
Debemos
llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal propósito fuera su límite en
sí mismo, sin implicar mayor riqueza ideal, sería uno de tantos proyectos de
acumular poder por el gusto del poder, y nada más. La nueva nación sería una
potencia internacional, fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores
en el seno de la humanidad atribulada. No: si la magna patria ha de unirse,
deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de la sociedad
sobre bases nuevas, que alejen del hombre la continua zozobra del hambre a que
lo condena su supuesta libertad y la estéril impotencia de su nueva esclavitud,
angustiosa como nunca lo fue la antigua, porque abarca a muchos más seres y a
todos los envuelve en la sombra del porvenir irremediable.
El
ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre
apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual.
Al diletantismo egoísta, aunque se ampare bajo los nombres de Leonardo o de
Goethe, opongámosle el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el
que entregó al fuego todas sus invenciones de poeta para predicar la verdad y
la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte le reveló la terrible
imperfección de la sociedad en que vivía. Si nuestra América no ha de ser sino
una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la
explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, ésa es hasta ahora
nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de
promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos
justificación: sería preferible dejar desiertas nuestras altiplanicies y
nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran
los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar nunca, los que
son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen
al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del
futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de
la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde
se cumple "la emancipación del brazo y de la inteligencia".
En
nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que, hallando fáciles y
justos los deberes, florecerá en generosidad y en creación.
Ahora,
no nos hagamos ilusiones: no es ilusión la utopía, sino el creer que los
ideales se realizan sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro
ideal no será la obra de uno o de dos o tres hombres de genio, sino de la
cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos;
de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción
decisiva, los espíritus directores; si la fortuna nos es propicia, sabremos
descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al mar las naves.
Entre
tanto, hay que trabajar con fe, con esperanza todos los días. Amigos míos: a
trabajar.
[Publicado
originalmente en La utopía de América (La Plata: Ed. Estudiantina, 1925).]
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