Miguel
de Unamuno, Mi religión
Me
escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos
que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y bien, en resumidas
cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?" Pregunta análoga se
me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa
que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto
los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual
con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos—
propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o
sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.
Escéptica
digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico,
porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca,
por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un
problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
En
el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a
uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un
problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de
nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace
completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y no hay que pedir se
edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la
vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en
una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.
Y es
preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez
tenemos que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han
vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin
ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste
tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el daño
que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al
estornudo.
Los
hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían
malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una
sanción de ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían
otra justificación ideal a su conducta. El que siendo bueno cree en un orden
trascendente, no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él por ser
bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello
cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.
Y
bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi
religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas
de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente
con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta
el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con
aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los pedantes— ni con
aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el eterno ignorabimus.
Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
"Sed
perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto", nos dijo
el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos
puso lo inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió,
dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de
la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No
elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es
mi religión.
Ésos,
los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en
que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que
buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan
a los espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es católico, es
ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo
sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero
dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre
que aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay
enfermedades, sino enfermos", suelen decir algunos médicos, y yo digo que no
hay opiniones, sino opinantes.
En
el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y
como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y
transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el
sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas
especiales de esta o de aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo
el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los
ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes
como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio
como ellos. Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean
cristianos.
Confieso
sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica, la
cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran
nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen
razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con
Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos
de zapatería.
Nadie
ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de
su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una
superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo
en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que
Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y
a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.
Lo
cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y
dos hacen cuatro.
Si
se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de
haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida
toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni
sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero
"quiero" saber. Lo quiero, y basta.
Y me
pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo,
porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he
acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten
¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No
concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el
orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de aquellos que
viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo
estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el
enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o
de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por
cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas
inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: "¡No se debe
pensar en eso!"; espero menos aún de los que creen en un cielo y un
infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que
afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos;
al que se muere lo entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran,
pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y
ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo
más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso
del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y
Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos,
como yo busco; que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto
arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres
de más espíritu.
Para
esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos pueblos
de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de espíritu,
adormecidos en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador
o cientificista, me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso,
otras duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En nuestra menguada
literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del corazón,
descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores temían
ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan en
medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero
por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de
gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas
que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos, tan
correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la
indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la
estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen entonadamente; sus
desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando
he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos que
figuran en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón, con los
cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los
demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no vibran, mi
grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es poesía, poniéndose a
examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el grito que
lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga
ni corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos
salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi
religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente. Y la
canto, mejor o peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la
puedo razonar. Y el que vea raciocinios y lógica, y método y exégesis, más que
vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos, dríades, silvanos,
nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras
garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a
tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De
lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero
morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna
vez a oírme: "Y este señor, ¿qué es?" Los liberales o progresistas
tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por
supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos
me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un
pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es
una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los
tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y
como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se
le ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones, si leen
esto, volverán a preguntarme: "Bueno; pero ¿qué soluciones traes?" Y
yo, para concluir, les diré que si quieren soluciones, acudan a la tienda de
enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido,
es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y
no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre
agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan,
sino levadura o fermento.
Hay
amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me recoja a
hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de
construcción, algo duradero. Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz
de ello y reclamo mi libertad, mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si
llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho o de lo que haga en lo
sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me muera; pero se
que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en derredor van sin
cesar, aunque debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa agitación viene
detrás otro que haga algo duradero, en ello durará mi obra.
Es
obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es
obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir
dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia.
Ya
sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien le
pregunte cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que
creen que guardo ojeriza a un pueblo o una patria cuando le he cantado las
verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no
contestarles.
Salamanca,
6 de noviembre de 1907.
Mi
religión y otros ensayos, 1910.
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