Vicente Fatone, "Yo siempre tengo
razón"
"Quien
no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de
todas las personas que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una
opinión significa creer que se tiene una opinión acertada; de donde resulta que
quienes no tengan la misma opinión tendrán forzosamente una opinión errónea.
El
que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya
señalado en un pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor
Descartes. Comienza diciendo, ese librito, que la inteligencia es la cosa mejor
repartida del mundo, pues cada uno está conforme con la que tiene. Es decir:
con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que cada uno esta conforme,
también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha inteligencia que
uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está en
lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.
Como
opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten:
"¡Usted se calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia,
y de la misma manera se la amargan los profesores de matemáticas pues en
matemáticas resulta que tampoco lo dejan a uno opinar, que es no dejarlo tener
razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno les grita a todos:
"¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente,
decir: "¡Yo siempre tengo razón!"
En
el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con
la generosa dosis de inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin
regocijarse por la poca que le ha dado a los demás. Pero sería falso sostener,
sin embargo, que las discusiones son inútiles, porque de ellas no surge ninguna
verdad. Surge, por lo menos, la reafirmación de dos verdades: precisamente las
que se refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la poca ajena. (Con la
ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que
discuten). Como, en definitiva, toda discusión tiende a reafirmar ese
convencimiento, no conviene invocar razones que compliquen una cosa tan
sencilla. Las razones se invocan para demostrar la propia inteligencia, pues
tener razón en algo es ser inteligente en la apreciación de ese algo. De ahí
que cada uno se resista a aceptar las razones ajenas, y de ahí, también, que
cada uno diga que el otro no quiere entender razones. El que discute no acepta
razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está
equivocado es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valía la pena
discutir. Lo mejor, pues, cuando alguien desconocedor de la técnica de la
discusión, invoca razones, es recurrir al argumento clásico y definitivo y
decirle: "¡A mí no me va a convencer con razones!" (De otra manera,
más popular, pero menos sabia: "¿Usted me quiere trabajar de
palabra?").
Un
procedimiento eficaz para evitar que la discusión se complique con razones es
emitir la propia opinión lo más oscuramente posible. Es el consejo que hace
veintitantos siglos daba el señor Aristóteles, que de estas cosas entendía una
barbaridad: "Es necesario presentar oscuramente la cosa, pues así lo
interesante de la discusión queda en la oscuridad". Si el otro no
entiende, tendrá que confesarlo, y confesar que no se entiende algo es confesar
que la inteligencia no le da para tanto. (Con este procedimiento se evita,
además, que aprendan gratis los curiosos atraídos por la discusión).
Lo
molesto, en una discusión, es que cuando uno está exponiendo sesudamente sus
opiniones, el otro lo interrumpa para preguntarle: "Me permite, ahora,
hablar a mí?" O sea: ¿Me permite opinar? Pero, ¿cómo se lo va a dejar al
otro que opine? ¿Cómo se lo va a dejar que, opinando, se forme el prejuicio de
que tiene razón? A veces, el otro, pasándose de vivo, lo interrumpe a uno para
decirle: "¡Yo no opino lo mismo!" Y con eso cree tener razón, sin darse
cuenta de que precisamente porque no opina lo mismo está equivocado. De ahí
que, para abreviar la discusión y demostrarle rápidamente al otro que está
equivocado, conviene preguntarle: "¿Usted no opina lo mismo? Si contesta
que sí, reconocerá que quien tiene razón es uno; y si contesta que no, estará
perdido, pues habrá confesado que quien no tiene razón es él. Por eso, quienes
saben qué está en juego en una discusión, si se les pregunta: "¿Usted no
opina lo mismo?", contestan evasivos: "Mire, yo francamente...
". El "francamente" es para despistar. Los que así contestan son
los que no tienen interés en ponerse de acuerdo con nadie. Y, si se mira bien,
se verá que en las discusiones nadie puede tener interés de ponerse de acuerdo
con nadie. Si después de discutir dos horas es necesario admitir que se estaba
de acuerdo, se produce una doble decepción, porque cada uno se ve obligado a
estar conforme con la mucha inteligencia que al otro le ha tocado en suerte,
que es una manera de no estar conforme con la poca inteligencia que le ha
tocado a uno. Y para llegar a eso, tampoco valía la pena discutir.
Como
se ve, una buena discusión es toda una técnica de higiene mental; en las
discusiones conviene que hable uno sólo y que el otro sea quien confiese que no
opina lo mismo. En rigor, cuando se discute no interesa decir qué opina uno
mismo ni averiguar qué opina el otro. Lo que interesa es decirle, al otro, que
está equivocado, como se asegura que hacía Unamuno. Unamuno entraba en una
reunión y preguntaba: "¿De qué se trata? ¡Porque yo me opongo!" Y les
demostraba enseguida, sin dejarlos chistar, que todos estaban equivocados. Y si
a alguien se le preguntaba después: "¿Qué dijo Unamuno?", ese alguien
contestaba: "¡No sé!" ¡Pero tenía toda la razón del mundo!"
Y
ahora algún lector podrá sostener que no, que todo esto es falso, que la
técnica de la discusión no es ésa. Pero ese lector, por el simple hecho de
confesar que no opina como nosotros, reconoce, sin quererlo, que está
equivocado.
[Publicado
originalmente en El Mundo (periódico) 17-X-1939. Edición de Ricardo Laudato]
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