María Elena Walsh "¿Corrupción de
menores?"
"No
hay preguntas indiscretas.
Indiscretas
son las respuestas."
Oscar
Wilde
Vivimos
consumiendo preceptos y productos sin cuestionarlos, por temor a la
indiscreción de las respuestas y porque es más seguro acatar rutinas que incurrir
en singularidades. Un ejercicio de esclarecimiento podría empezar con estas
discretísimas preguntas:
¿Educamos
a nuestras niñas para que en el día de mañana (si lo hay) sean ociosas
princesas del jet-set? ¿Las educamos para Heidis de almibarados bosques? ¿Las
educamos para futuras cortesanas? ¿Las educamos para enanas mentales y
superfluas "señoras gordas"?
Así
parece, por lo menos en buena parte de la bendita clase media argentina, dada
la aberrante insistencia con que se estimula el narcisismo y la coquetería de
nuestras niñas y se les escamotea su participación en la realidad.
La
nena suele gozar de una envidiable amnesia para repetir la tabla del cuatro
junto con una no menos envidiable memoria para detallar el último capítulo del
idilio de tal vedette con tal campeón o el menor frunce del penúltimo modelo de
Carolina de Mónaco cuando salió a cazar mariposas en Taormina con su digno
esposo.
Consentimos
y aprobamos que sea maniática consumidora de chafalonía, vestimenta, basura
impresa y todo lo que, en fin, represente moda y no verdad. Consentimos que
acuda al espejito más neuróticamente que la madrastra de Blancanieves, que sea
experta en cosmética, teleteatros y publicidad, que exija chatarra importada o
que calce imposibles zuecos para denuedo de traumatólogos.
Formamos
una personalidad melindrosa cortando de raíz —porque todo empieza desde el
nacimiento— la sensibilidad o el interés que podría sentir por la variada
riqueza del universo.
—Es
el instinto femenino —dicen algunos psicólogos de calesita. Eso me recuerda una
anécdota. El director de una compañía grabadora estaba un día ocupado en
comprobar cuántas veces se pasaba determinado disco por la radio.
—¡Qué
bien, qué éxito, cómo gusta, cómo lo difunden a cada rato! —aplaudió
entusiasmado. Y después agregó —: Claro que hay que ver la cantidad de plata
que invertimos en la difusión radial de este tema...
Nosotros
también programamos a nuestras niñas como a ese eterno infante que es el
público. Les insuflamos manías e intereses adultos, les subvencionamos la
trivialidad y luego atribuimos el resultado a su constitución biológica.
Las
jugueterías, en vidrieras separadas, ofrecen distintos juguetes para niñas y
para varones. En Estados Unidos, no hace muchos años los lugares públicos
estaban igualmente divididos "para gente de color" y "para
blancos". ¡Dividir para reinar!
A
las nenas sólo se les ofrece —o se les impone— juguetería doméstica: ajuares,
lavarropas, cocinas, aspiradoras, accesorios de belleza o peluquería.
Si
con esto se trata de reforzar las inclinaciones domésticas que trae desde la
cuna, ¿por qué no orientarla también hacia la carpintería o la plomería? ¿Acaso
no son actividades hogareñas indispensables? Sí, lo son, pero remuneradas. He
aquí una respuesta indiscreta.
Los
juguetes para varones sortean la monotonía y ofrecen toda la gama de
posibilidades humanas y extraterrestres: granjas, tren eléctrico, robots,
microscopio, telescopio, equipos de química y electrónica, autos, juegos de
ingenio y todo lo que, en fin, estimula las facultades mentales.
¿A
la nena no le gustan los animales de granja ni los trenes? ¿No sueña con
manejar un coche? ¿No siente curiosidad por el microcosmos o el espacio? ¡Cómo
la va a sentir si es cosa de la otra vidriera, la de Gran Jefe Toro Sentado
Blanco!
¿Es
que el ejercicio de la razón y la imaginación pueden llevarla a la larga a
desistir de ser una criatura dependiente y limitada, mano de obra gratuita y
personaje ornamental? La respuesta es sumamente indiscreta.
En
la casa y la escuela destinamos a la nena a reiterar las más obvias y
desabridas manualidades, a remedar las tareas maternas... y a practicar la
maledicencia a propósito de indumentaria vecinal.
La
nena vive rodeada de dudosos arquetipos y la forzamos a emularlos, comprándole
la diadema de la Mujer Maravilla o el manto de cualquier otra maravilla
femenil. No falta tío que ponga en sus manos un ejemplar de "Cómo ser
bella y coqueta", otro espejito más o la centésima muñeca.
Salvo
raras excepciones como Reportajes Supersónicos de Syria Poletti, cuya heroína
es una pequeña periodista, el papel impreso que suele frecuentar la nena
—incluido el libro de lectura— le muestra a mujeres que, en la más alta cima
del intelecto, son maestras. Las demás, aparte de consabidas hadas y brujas,
son siempre domadas princesas o abotargadas amas de casas.
La
nena sabe, por las revistas que devora como una leona, que en este mundo no hay
mujeres dedicadas a las más diversas tareas, por necesidad o por ganas. Lo que
es más grave y contradictorio, le enseñan a soslayar el hecho de que su propia
madre trabaja afuera o estudia, como si éste no fuera modelo apropiado dada su
excentricidad. Jamás vio —y si lo vio mojó el dedo y pasó la página— que hay
mujeres obreras, pilotos, juezas o estadistas. Es tan avaro el espacio que los
medios les dedican, ocupados como están en la promoción de Miss Tal o la
siempre recordable Cristina Onassis.
Educar
para el ocio, la servidumbre y la trivialidad, ¿no significa corromper la
sagrada potencia del ser humano?
Por
suerte, esta criatura vestida de rosa (no faltará quien diga, confundiendo otra
vez causas con efectos, que las nenas nacen de rosa y los varones de celeste,
cuando este negocio de los colores distintivos fue invento de una partera
italiana, allá por 1919), esta criatura, digo, es fuerte y rebelde, dotada de
una capacidad de supervivencia extraordinaria. La nena, en muchos casos,
renegará de la manipulación y decidirá ser una persona. Pero ¿quién puede medir
la dificultad de la contramarcha y la energía desperdiciada en librarse de
tanta tilinguería adulta?
Mientras
modelan a la pequeña odalisca remilgada, el tiempo pasa y llega la hora de la
pubertad. Entonces los adultos se alarman porque la nena asusta con precoces
aspavientos sexuales y emprende calamitosamente los estudios secundarios.
Terminó los primarios como pudo, entre espejitos, telenovelas, chismografía y
exhibicionismo fomentados y aprobados, pero al trasponer la pubertad se le
reprocha todo esto y empieza a hacerse acreedora al desprecio que la banalidad
inspira a quienes mejor la imponen y más caro la venden.
Los
mayores ponen el grito en el cielo porque la nena no da señales de ir a
transformarse en una Alfonsina Storni. Ahí empieza a tallar el prestigio de la
cultura —desmesurado porque se trata de otra forma del culto al exitismo
individual— y florece una tardía sospecha de que la nena no fue educada
razonablemente. Cuando las papas queman, esos pobres padres de clase media
argentina comprenden por fin que no son Grace y Rainiero y que la tierra que
pisan no es Disneylandia.
En
ese preciso momento aparece también el espantajo de la TV, esa culpable de
todo. ¿Y quién delegó en ella las tareas de institutriz? La mediocridad de la
TV no hace sino colaborar en la fabricación en serie de ciudadanas despistadas.
No se
trata de reavivar severidades conventuales ni se trata de desvalorizar el
trabajo doméstico ni inquietudes que, mejor orientadas, podrían ser simplemente
estéticas. No se trata tampoco de mudarse de vidriera para suponer, por
ejemplo, que el automovilismo es más meritorio que el arte culinario, o la
cursilería más despreciable que el matonismo.
Toda
criatura humana debe aprender a bastarse y cooperar en el trabajo hogareño y a
cuidar, si quiere, su apariencia. Lo grave consiste en convencer a la criatura
femenina de que el mundo termina allí.
Se
trata de comprender que la niña no tiene opción, que es inducida
compulsivamente a la frivolidad y la dependencia, que por tradición se le
practica un lavado de cerebro que le impide elegir otra conducta y alimentar
otros intereses.
La
frivolidad no es un defecto truculento que merezca anatemas al estilo cuáquero
o musulmán. Lo truculento consiste en hacerle creer a alguien que ése es su
único destino, incompatible con el uso de la inteligencia. Lo grave consiste en
confundir un espontáneo juego imitativo de la madre con una fatalidad
excluyente de otras funciones.
A la
nena no se le permite formar su personalidad libremente: se la dan toda hecha,
y aprendices de jíbaros le reducen el cerebro para luego convencerla de que
nació reducida. La instigan a practicar un desenfrenado culto a las apariencias
y a desdeñar su propia y diversa riqueza humana. La recortan y pegan para luego
culparla porque es una figurita. La educan, en fin, para pequeña cortesana de
un mundo en liquidación.
¿No
es eso corrupción de menores?
Clarín,
jueves 5 de abril de 1979.
[Reproducido
en Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes, Buenos Aires: Sudamericana, 1993.
44-47. Versión digital preparada por Marina Herbst.]
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