Carlos
A. Loprete, CARTA ABIERTA AL MUNDO
No me recrimine por anticipado el lector
suponiendo que trato de escribir una carta válida para los 6.000 millones de
personas que componen este mundo. Semejante intención le haría pensar que estoy
inmerso en un desequilibrio mental, cosa que es errónea. Ésta es una carta abierta
para aquellos de los 6.000 millones que deseen leerla y nada más, como una
carta abierta a los argentinos estaría disponible para aquellos de los 40
millones de argentinos existentes en la actualidad que desearan leerla.
Algunas personas habrán intentado saber en
algún momento cuántas verdades científicas son necesarias para vivir. Espero no
defraudarlas si les digo que ninguna, como ha sucedido ya con los hombres
prehistóricos. Vivir se vive siempre después de nacido, con razones o sin
ellas, hasta el instante de morirse. Y no solamente eso, sino que todavía en
nuestros tiempos caminan por este planeta individuos que beben el agua en el
cuenco de sus manos, no conocen la cuchara y queman alimentos en la tierra para
que sus dioses no se mueran de hambre. En tales condiciones, no conocen la
escritura y mucho meros los diccionarios.
No ha pedido el Creador nuestro
consentimiento para instalarnos en el planeta, o sea que estamos aquí por
voluntad ajena. ¿Dónde estábamos, pues, antes? ¿Estábamos ya hechos a la espera
del turno para venir o nos iban creando a medida que nos enviaban? ¿Por qué
razón nacimos en un país y no en otro? Yo podría haber sido francés, indochino
o de cualquier otra nacionalidad, pero resulta que soy de la que me eligieron.
Una vez en este planeta comenzamos a
llorar cuando necesitábamos alimentarnos o cuando nos dolía alguna parte de
cuerpo, sin tener conciencia de nada de esto. Un día nos dimos cuenta de que
éramos una cosa distinta de las demás personas y objetos, iniciando así nuestra
vida independiente. En la edad adulta, cuando rememoramos esos días infantiles,
nos llama la atención las cosas que hacía ese niño que éramos y hasta lo vemos
como un extraño a nosotros. Pero ese niño que fuimos es el mismo adulto que hoy
somos, y lo sabemos sin necesidad de consultarlo a un psicólogo. Pensamos lo mal que estuvimos cuando le
pegamos a nuestra compañerita o nos negamos a cantar en el aula de música. Hoy
no lo haríamos. ¿Qué pasará entonces con esas travesuras que cometimos?
¿Tendremos que pagarlas alguna vez? Y en
esa alternativa, ¿cómo la pagaríamos? ¿Con fuego, con azufre, con pinchazos
de horquillas, en una olla de agua
hirviente, enterrados con medio cuerpo como los árboles? Un religioso con olor
a santidad sostiene que el Infierno existe y no está vacío.
Pero también podría ser que fuéramos
premiados. ¿Con qué o en qué? ¿Con un jardín de flores, con una resurrección en
este mundo, con una disolución en el dios mismo o nirvana? Un católico
confiaría en que sería con un mundo jamás visto por ojo humano alguno: “Lo que
el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre, eso
preparó Dios para los que le aman” (San Pablo, en 1 Corintios 2, 9). Esta
promesa parece ser más razonable, puesto que la inteligencia del ser humano de
ninguna manera puede ser comparable a la de Dios.
A continuación viene el asunto del día y
hora en que ocurrirá mi tránsito a ese mundo que no podemos imaginar. Tampoco
puede saberlo ningún hombre, porque las predicciones, vaticinios y conjeturas
no son creíbles. El futuro no puede conocerse precisamente porque no ha
sucedido todavía. Y aun en el hipotético caso de que pudiera conocerse,
¿quiénes se animarían a querer conocerlo? ¿Cómo se podría vivir esperando ese
momento? ¿Qué haríamos sabiendo que faltan dos días, o media hora o un segundo?
Probablemente haríamos algo distinto de lo que estamos haciendo. ¿Cómo será
nuestra muerte? ¿Me asesinarán, me caerá una teja en la cabeza, me envenenarán
con una comida, me suicidaré de miedo?
Entramos ahora en el más controvertido
tema de nuestra existencia: qué hacer entre uno y otro extremo de la vida
terrestre. Puede resumirse en una nueva pregunta de la filosofía: ¿qué hago
mientras tanto en ese mundo? Las propuestas que nos llegan desde afuera de
nosotros son múltiples, pero creo que la más repetida de las respuestas sería
“quiero ser feliz”, vale decir, no tener dolores, no tener hambre ni sed, estar
contento con lo que se tiene y con lo que se hace, ser libre para optar por lo
que deseo, no soportar tiranía política, disponer a mi gusto de mi tiempo,
estar alegre, no presenciar actos crueles u horrorosos y así un sinfín de
apetencias.
Para los antiguos filósofos griegos la
felicidad era el fin último y supremo bien del hombre, lo que constituía su
verdadero sentido de la vida. Se la llamaba eudaimonía, es decir, la felicidad,
la prosperidad, la riqueza, la abundancia de bienes. El daímon era para los
griegos un especie de fantasma, espíritu o genio que acompañaba al hombre.
Todos los hombres tienden a la felicidad, pero no todos están de acuerdo en
cuanto a decir qué es ni cómo puede lograrse. No hay una felicidad única como
tampoco hay un amor solamente. Cada cual debe forjar la clase de felicidad
personal que desea.
La felicidad puede consistir en el goce de
un cuerpo sano, en la posesión de bienes materiales, en la acumulación de
conocimientos, en extasiarse con experiencias religiosas, en llevar una vida
virtuosa, en el ejercicio de la docencia, en poder dedicarse al arte o a una
vocación y así en una inagotable serie de preferencias. Para el filósofo Kant
la felicidad consiste en “estar contento con la propia existencia.” Hasta
podría suceder paradójicamente que un
hombre se sienta feliz en poder hacer el mal, como sucede con el enemigo
maligno.
Todo esto en el mundo natural, porque si
se trasciende de este mundo histórico a otro mundo sobrenatural se da entrada a
otro concepto de la felicidad, consistente en la visión beatífica de Dios.
Todo, en definitiva, se reduce a llenar el
tiempo que corre desde el nacimiento hasta la muerte. Es un derecho natural del
ser humano decidir qué hacer en ese tiempo, vale decir, es un derecho suyo
propio y no concedido como favor por otra persona. Puede hacer lo que le
plazca, a condición de no dañar a nadie ni estorbarlo en el ejercicio de su
derecho. ¿Le gusta jugar al ajedrez?
Juéguelo sin pedir autorización, pero no arroje las piezas a la cabeza de su
adversario. ¿Prefiere dedicarse a la cría de leones? Dedíquese, pero cerciórese
de que no muerdan a su vecino.
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