Bernardo
de Monteagudo, "Reflexiones políticas"
La suerte de América
pende de nosotros mismos, y la influencia que reciba directa o indirectamente
de la Europa será siempre más favorable que contraria a sus intereses,
considerado el estado actual de la revolución del globo, y los progresos que
anuncian los extraordinarios tiempos en que vivimos. De un momento a otro va a
cambiar el aspecto de los grandes sucesos en las llanuras del Océano, en las
costas del Báltico, en las inmediaciones del Mediterráneo y en las mismas
márgenes del Támesis, y cuando el héroe dominante llegue al cenit de su gloria
o al término de sus días, una nueva serie de revoluciones pondrán en
expectación al globo, y el interés propio de cada nación le hará adoptar una
política contraria a su actual sistema, sin que pueda prescindir de esta
innovación el mismo gabinete de S. James. Pero sin duda ese estremecimiento
general de todas las partes de la Europa será el apoyo de nuestra quietud, y
quizá un solo día de calma, tregua o seguridad en sus recíprocos intereses nos
expondría a funestos conflictos, siendo entonces de temer un plan formal de
agresión de parte de cualquier potencia ultramarina, plan que al presente, y
mucho menos en la nueva serie de revoluciones próximo futuras no puede
verificarse, porque en tales circunstancias nada sería tan peligroso a
cualquier nación, como emprender reducir al antiguo sistema colonial un vasto
continente, que como quiera que sea, ama y suspira por su independencia, aun
cuando en general no tenga otra virtud que aborrecer la servidumbre: ello es
que si en tiempo de los reyes bastaban por ejemplo 100 combatientes para ocupar
las provincias, actualmente unidas, quizá no bastaría ahora el mismo número
duplicado. Es fácil invadir una comarca y difundir un terror precario en sus
vecinas; pero no lo es fundar una dominación y asegurar su estabilidad en una
época en que los espíritus han llegado al caso de comparar y discernir la suerte
del hombre libre de la de un esclavo. Fuera de que las emigraciones que serían
consiguientes a este nuevo establecimiento, la necesidad de no confiar al
principio los empleos civiles, militares y aun eclesiásticos sino a los
procedentes de la nueva metrópoli, el interés de conservar interior y
exteriormente fuerzas suficientes para mantener la obediencia de los pueblos y
asegurar la relaciones de comercio con aquélla; todo demandaría gastos que
quizá excederían los ingresos, y todo un número de fuerzas terrestres y
marítimas que entrando en el cálculo con las emigraciones clandestinas y
empleados metropolitanos, desmembrarían la fuerza real de la nación ocupante,
sin engrandecerla más que en la apariencia.
Por otra parte:
cualquier paso que diese en el día una potencia a la dominación de América,
sería una señal de alarma para las demás: entonces la emulación y los celos
harían una formidable guerra a la codicia, y el espíritu exclusivo suscitaría
rivales poderosos contra el usurpador que agotando insensiblemente sus fuerzas,
antes que su ambición pudiese repararlas, darían la ley al mismo que se había
lisonjeado de imponerla al débil. Desengañémonos: todas las naciones de la
Europa aspirarían a subyugar la América, si su codicia no estuviese en diametral
oposición con sus intereses: ellas darían quizá un paso a su engrandecimiento,
si pudieran ser tan felices en sus expediciones como Fernando e Isabel en sus
piraterías. Pero ¡qué importa! aun no acabarían de demarcar sus nuevos
dominios, cuando verían ya amenazados los suyos. Este peligro durará mientras
no se terminen las guerras que ha encendido en Europa esa nueva dinastía de
conquistadores felices. Después que se derrame la sangre de millones de
hombres, después que el orden natural de los acontecimientos cambie la suerte
de las naciones, después que la experiencia de continuas desgracias paralice el
espíritu de unas, y el mismo engrandecimiento abrume y debilite a otras,
después, en fin, que se cansen éstas de combatir y aquéllas de ser combatidas, entrarán
por su propia virtud en forzosas alianzas y en treguas de necesidad. ¿Pero
cuándo será esto? Quizá correrá medio, siglo sin que se verifique, aun cuando,
yo espero que descanse entonces la humanidad y sea más feliz que ahora.
Entretanto los mismos estragos y ruinas de la mitad del globo consolidarán la
tranquilidad y esplendor del continente de América cuyos progresos serán
garantidos de un modo inviolable, no por la voluntad sino por la impotencia en
que está la Europa de extender sus brazos más allá del centro de sus precisos
intereses. Convengamos en que la agresión de las potencias ultramarinas no
puede realizarse en las circunstancias por sus peligros recíprocos, ni en lo
sucesivo por el interés de la conservación; y que, por consiguiente, cuando
llegue el caso en que debamos temer, nuestros propios recursos bastarán para
salvarnos.
Por las mismas razones
ningún pabellón podrá ahora concurrir aún en clase de auxiliar, sin exponerse a
sentir iguales efectos con menos ventajas, especialmente cuando las únicas que
podrían hacer parte principal no existen sino en fantasmas y simulacros. A más
de esto, ningún gabinete es tan pródigo de recursos que quiera sacrificarlos al
interés de otro: porque o se cree capaz de emprender por sí solo el mismo designio
y entonces preferirá su interés exclusivo: y si por su situación o por los
peligros que le amenazan no se decide a obrar por sí mismo, menos lo hará en
auxilio ajeno, cuando sabe que su concurso será parcial en la apariencia
únicamente y que no habrá diferencia en el resultado.
Ultimamente, yo creo
que a nuestro puerto sólo arribarán y no con poca dificultad, algunos
emigrados, que puedan salvar del naufragio: éstos se complotarán quizá, y
formarán proyectos ridículos si encuentran un punto inmediato de apoyo: pero
toda combinación de esta naturaleza sólo puede ser imponente para los cobardes.
¿Con qué fondos sostendrá esta empresa, con qué auxilios la llevará a cabo un
tropel de errantes que con proporción a su número serán dobles las dificultades
y embarazos para la ejecución de las medidas? Hablemos sin ilusión, los grandes
peligros no debemos esperarlos de la Europa; su codicia no puede ser el árbitro
de nuestro destino y sus deseos serán sofocados por los riesgos en que
fluctuará su misma suerte. En nuestra mano está precaver todo mal suceso,
próximo o remoto: tenemos tiempo y recursos para armar nuestro brazo y hacerlo
terrible a nuestros enemigos; no pende de ellos, no, el destino de la América,
sino de nosotros mismos: su ruina o prosperidad, serán consiguientes a nuestra
energía o indiferencia.
(Gaceta de Buenos
Aires, enero 24 de 1812. Reproducido en Obras políticas. Volumen VII. Buenos
Aires: Librería la Facultad, 1916)
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