Miguel
de Unamuno, VERDAD Y VIDA
Uno
de los que leyeron aquella mi correspondencia aquí publicada, a la que titulé
Mi religión, me escribe rogándome aclare o amplíe aquella fórmula que allí
empleé de que debe buscarse la verdad en la vida y la vida en la verdad. Voy a
complacerle procediendo por partes.
Primero
la verdad en la vida.
Ha
sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto más
tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad.
El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y
la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese
algo de éste.
Abrigo
la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada caso la
verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la
Tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si
todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos
desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse en una
inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero
también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no
basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que
es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el
progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a
los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una
honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no
matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar,
sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose
acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni
tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay
ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez contesto a maliciosas
insinuaciones de algún otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de
esos pagos—, y es que como hay muchas, muchísimas más verdades por decir que
tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas que
tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras que nosotros
juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre que alguien nos
arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o cuales verdades, podemos
contestarle que si así como él quiere hiciéramos, no podríamos proclamar tales
otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que lo que ellos tienen
por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos también, no es así.
Y he
de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien
no estimo poeta al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco
tengo por tal al otro que él admira y supone, equivocándose, que yo debo
admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con una forma abigarrada y un
traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el otro
dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas—
pero cosas poco o nada poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable,
en parte por el empeño de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le
hablaré más por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo
otro.
Y
volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante sobre lo de
buscar la verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.
Y es
que hay verdades muertas y verdades vivas, o mejor dicho: puesto que la verdad
no puede morir ni estar muerta, hay quienes reciben ciertas verdades como cosa
muerta, puramente teórica y que en nada les vivifica el espíritu.
Kierkegaard
dividía las verdades en esenciales y accidentales, y los pragmatistas modernos,
a cuya cabeza va Guillermo James, juzgan de una verdad o principio científico
según sus consecuencias prácticas. Y así, a uno que dice creer haya habitantes
en Saturno, le preguntan cuál de las cosas que ahora hace no haría o cuál de
las que no hace haría en caso de no creer que haya habitantes en tal planeta, o
en qué se modificaría su conducta si cambiase de opinión a tal respecto. Y si
contesta que en nada, le replican que ni eso es creer cosa alguna ni nada que
se le parezca.
Pero
este criterio así tomado —y debo confesar que no lo toman así, tan toscamente,
los sumos de la escuela— es de una estrechez inaceptable. El culto a la verdad
por la verdad misma es uno de los ejercicios que más eleva el espíritu y lo
fortifica.
En
la mayoría de los eruditos, que suele ser gente mezquina y envidiosa, la
rebusca de pequeñas verdades, el esfuerzo por rectificar una fecha o un nombre,
no pasa de ser o un deporte o una monomanía o un puntillo de pequeña vanidad;
pero en un hombre de alma elevada y serena, y en los eruditos de erudición que
podría llamarse religiosa, tales rebuscas implican un culto a la verdad. Pues
le que no se acostumbra a respetarla en lo pequeño, jamás llegará a respetarla
en lo grande. Aparte de que no siempre sabemos qué es lo grande y qué lo
pequeño, ni el alcance de las consecuencias que pueden derivarse de algo que
estimemos, no ya pequeño, sino mínimo.
Todos
hemos oído hablar de la religión de la ciencia, que no es —¡Dios nos libre!— un
conjunto de principios y dogmas filosóficos derivados de las conclusiones
científicas y que vayan a sustituir a la religión, fantasía que acarician esos
pobres cientificistas de que otras veces os he hablado, sino que es el culto
religioso a la verdad científica, la sumisión del espíritu ante la verdad
objetivamente demostrada, la humildad de corazón para rendirnos a lo que la
razón nos demuestre ser verdad, en cualquier orden que fuere y aunque no nos
agrade.
Este
sentimiento religioso de respeto a la verdad, ni es muy antiguo en el mundo ni
lo poseen más los que hacen más alarde de religiosidad. Durante los primeros
siglos del cristianismo y en la Edad Media, el fraude piadoso —así se le llama:
pia fraus— fue corriente. Bastaba que una cosa se creyese edificante para que
se pretendiera hacerla pasar por verdadera. Cabiendo, como cabe, en una
cuartilla del tamaño de un papelillo de fumar cuanto los Evangelios dicen de
José, el esposo de María, hay quien ha escrito una Vida de San José, patriarca,
que ocupa 600 páginas de compacta lectura ¿Qué puede ser su contenido sino
declamaciones o piadosos fraudes?
De
cuando en cuando recibo escritos, ya de católicos, ya de protestantes —más de
éstos, que tienen más espíritu de proselitismo, que de aquéllos— en que se
trata de demostrarnos tal o cual cosa conforme a su credo, y en ellos suele
resplandecer muy poco el amor a la verdad. Retuercen y violentan textos
evangélicos, los interpretan sofísticamente y acumulan argucias nada más que
para hacerles decir, no lo que dicen, sino lo que ellos quieren que digan. Y
así resulta que esos exegetas tachados de racionalismo —no me refiero, claro
está, a los sistemáticos detractores del cristianismo, como Nietzsche, o a los
espíritus ligeros que escriben disertaciones tratando de probar que el Cristo
no existió, que fue discípulo de Buda, u otra fantasmagoría por el estilo—,
esos exegetas han demostrado en su religioso culto a la verdad una religiosidad
mucho mayor que sus sistemáticos refutadores y detractores.
Y
este amor y respeto a la verdad y este buscar en ella vida, puede ejercerse investigando
las verdades que nos parezcan menos pragmáticas.
Ya
Platón hacía decir a Sócrates en el Parménides, que quien de joven no se
ejercitó en analizar esos principios metafísicos, que el vulgo estima ocupación
ociosa y de ociosos, jamás llegará a conseguir verdad alguna que valga. Es
decir, traduciendo al lenguaje de hoy ahí, en esa tierra, que los cazadores de
pesos que desprecian las macanas jamás sabrán nada que haga la vida más noble,
y aunque se redondeen de fortuna tendrán pobrísima el alma, siendo toda su vida
unos beocios; y siglos más tarde que Platón, otro espíritu excelso, aunque de
un temple distinto al de aquél, el canciller Bacon, escribió que "no se
han de estimar inútiles aquellas ciencias que no tienen uso, siempre que agucen
y disciplinen el ingenio".
Éste
es un sermón que hay que estarlo predicando a diario —y por mí no quedará— en
aquellos países, entre aquellas gentes donde florece la sobreestimación a la
ingeniería con desdén de otras actividades.
En
el vulgo es esto inevitable, pues no juzga sino por los efectos materiales, por
lo que le entra por los ojos. Y así, es muy natural que ante el teléfono, el
fonógrafo y otros aparatos que le dicen ser invención de Edison —aunque en
rigor sólo en parte lo sean de este diestro empresario de invenciones técnicas—
se imaginen que el tal Edison es el más sabio y más genial de los físicos hoy
existentes e ignoren hasta los nombres de tantos otros que le superan en
ciencia. Ellos, los del vulgo, no han visto ningún aparato inventado por Maxwell,
verbigracia, y se quedan con su Edison, lo mismo que se quedan creyendo que el
fantástico vulgarizador Flammarión es un estupendo astrónomo.
Mal
éste que, con el del cientificismo, tiene que ser mayor que en otros en países
como ése, formados en gran parte de emigrantes de todos los rincones del mundo
que van en busca de fortuna, y cuando la hacen, procuran instruirse de prisa y
corriendo, y en países además donde los fuertes y nobles estudios filosóficos
no gozan de estimación pública y donde la ciencia pura se supedita a la
ingeniería, que es la que ayuda a ganar pesos. Al menos, por lo pronto.
Y
digo por lo pronto, porque donde la cultura es compleja, han comprendido todos
el valor práctico de la pura especulación y saben cuánta parte cabe a un Kant o
un Hégel en los triunfos militares e industriales de la Alemania moderna. Y
saben que si cuando Staudt inició la geometría pura o de posición esta rama de
la ciencia no pasaba de ser una gimnástica mental, hoy se funda en ella mucha
parte del cálculo gráfico que puede ser útil hasta para el tendido de cables.
Pero
aparte esta utilidad mediata o a largo plazo que pueden llegar a cobrar los
principios científicos que nos aparezcan más abstractos, hay la utilidad
inmediata de que su investigación y estudio educa y fortifica la mente mucho
mejor que el estudio de las aplicaciones científicas.
Cuando
nosotros empezamos a renegar de la ciencia pura, que nunca hemos cultivado de
veras —y por eso renegamos de ella— y todo se nos vuelve hablar de estudios
prácticos, sin entender bien lo que esto significa, están los pueblos en que
más han progresado las aplicaciones científicas escarmentándose del
politecnicismo y desconfiando de los practicones. Un mero ingeniero —es decir,
un ingeniero sin verdadero espíritu científico, porque los hay que le tienen—
puede ser tan útil para trazar una vía férrea como un buen abogado para
defender un pleito; pero ni aquél hará avanzar a la ciencia un paso, ni a éste
le confiaría yo la reforma de la constitución de un pueblo.
Buscar
la vida en la verdad es, pues, buscar en el culto de ésta ennoblecer y elevar
nuestra vida espiritual y no convertir a la verdad, que es, y debe ser siempre
viva, en un dogma, que suele ser una cosa muerta.
Durante
un largo siglo pelearon los hombres, apasionándose, por si el Espíritu Santo
procede del Padre solo o procede del Padre y del Hijo a la vez, y fue esa lucha
la que dio origen a que en el credo católico se añadiera lo de Filioque, donde
dice qui ex Patre Filioque procedit; pero hoy ¿a qué católico le apasiona eso?
Preguntadle al católico más piadoso y de mejor buena fe, y buscadlo entre los
sacerdotes, por qué el Espíritu Santo ha de proceder del Padre y del Hijo y no
sólo del primero, o qué diferencia implica en nuestra conducta moral y religiosa
el que creamos una cosa o la otra, dejando a un lado lo de la sumisión a la
Iglesia, que así ordena se crea, y veréis lo que os dice. Y es que eso, que fue
en un tiempo expresión de un vivo sentimiento religioso a la que en cierto
respecto se puede llamar verdad de fe —sin que con esto quiera yo afirmar su
verdad objetiva— no es hoy más que un dogma muerto.
Y la
condena del actual Papa contra las doctrinas del llamado modernismo, no es más
sino porque los modernistas —Loisy, Le Roy, el padre Tyrrell, Murri, etc.—
tratan de devolver vida de verdades a dogmas muertos, y el Papa, o mejor dicho
sus consejeros —el pobrecito no es capaz de meterse en tales honduras—, prevén,
con muy aguda sagacidad, que en cuanto se trate de vivificar los tales dogmas,
acaban éstos por morirse del todo. Saben que hay cadáveres que al tratar de
insuflarles nueva vida se desharían en polvo.
Y
ésta es la principal razón por qué se debe buscar la vida de las verdades
todas, y es para que aquellas que parecen serlo y no lo son se nos muestren
como en realidad son, como no verdades o verdades aparentes tan sólo. Y lo más
opuesto a buscar la vida en la verdad es proscribir el examen y declarar que
hay principios intangibles. No hay nada que no deba examinarse. ¡Desgraciada la
patria donde no se permite analizar el patriotismo!
Y he
aquí cómo se enlazan la verdad en la vida y la vida en la verdad, y es que
aquellos que no se atreven a buscar la vida de las que dicen profesar como
verdades, jamás viven con verdad en la vida. El creyente que se resiste a
examinar los fundamentos de su creencia es un hombre que vive en insinceridad y
en mentira. El hombre que no quiere pensar en ciertos problemas eternos, es un
embustero y nada más que un embustero. Y así suele ir tanto en los individuos como
en los pueblos la superficialidad unida a la insinceridad. Pueblo irreligioso,
es decir, pueblo en que los problemas religiosos no interesan a casi nadie —sea
cual fuere la solución que se les dé—, es pueblo de embusteros y
exhibicionistas, donde lo que importa no es ser, sino parecer ser.
He
aquí cómo entiendo lo de la verdad en la vida y la vida en la verdad.
Salamanca,
febrero de 1908.
Mi
religión y otros ensayos, 1910.
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